Con exultante alegría, como corresponde a las ocasiones históricas, la prensa patria ha saludado la aparición de Isabel Medina Peralta, la muchachita neonazi que participó en el homenaje a los caídos de la División Azul en Madrid. La han entrevistado, para que comparta su sabiduría con todos los españoles, y la han bautizado con titulares dignos del NODO: "la joven musa del falangismo" y "el nuevo rostro del fascismo español", entre otras enhorabuenas. Debe de ser que a los viejos rostros ya estábamos acostumbrados y que además Isabel resulta una musa cien por cien hispánica, no como esos modelos rancios importados de Cuba o de Argentina. Esta gente, si tuviera la oportunidad de convocar desde el más allá a Adolf Hitler, le preguntaría cómo lleva lo de no ser Führer, qué le parece la subida del alquiler en Baviera y qué acondicionador de pelo utilizaba Eva Braun.
En cualquier caso, no se veía un entusiasmo periodístico así desde la eclosión estelar de Belén Esteban después de follarse a un torero. Tal vez porque la muchachita se atrevió a cruzar el último puente hacia el nazismo y dijo en voz bien alta la palabra prohibida, la que todos los fachas, voxeros, falangistas y franquistas del país sólo murmuran en la intimidad o que ni siquiera piensan por miedo a las consecuencias. La palabra "judío", la idea delirante de que el judío es el culpable (exactamente así lo vociferó la muchachita: "El judío es el culpable") de todos los males de este mundo, el panfleto infecto de los Protocolos de Sión, el antisemitismo puro y duro, el mismo que alentó el cristianismo durante siglos, el que provocó guetos, pogromos y matanzas y que desembocó en los hornos de Auschwitz y Treblinka.
Creíamos que el nazismo había terminado en Auschwitz y Treblinka, pero qué va, sólo se estaba tomando unas vacaciones. Uno de los mejores lugares donde veranear fue la España de Franco, a donde llegó a través de las líneas aéreas del Vaticano, porque a la iglesia católica, desde que se fundó hasta Jasenovac, siempre se le ha dado fenomenal matar judíos. Sí, entre las fábulas que nos cuentan del franquismo está la paparrucha de que Franco era amigo de los judíos, una invención que, la verdad, funciona muy mal con ese sintagma que los prebostes del régimen pronunciaban a todas horas: el "contubernio judeo-masónico internacional". Un contubernio que abarcaba también a los comunistas, a los homosexuales y a lo que hiciera falta, ya que lo de "judío" es una etiqueta que pega muy bien con todo lo que sea exótico, distinto, con lo otro, con lo extranjero, siempre que sea pobre, se entiende.
Por ejemplo, con los inmigrantes, el plato fuerte del discurso de Vox, pero de repente viene esta muchachita de 18 años y le enmienda la plana a Abascal, se declara admiradora de Wagner y de Nietzsche, seguidora de Hitler y Mussolini, y proclama que odia a Vox más que a Podemos (que ya es odiar), esa gente capaz de poner a un negro al frente de una formación autonómica para arañar más votos. Es normal que la prensa esté fascinada por una jovencita que se folla al toro de Vox igual que Belén Esteban se follaba a un torero, se quita el antifaz democrático y desenmascara por fin, de una vez por todas, a la ultraderechita cobarde, al fascismo que no se atreve a decir su nombre. La escena tiene algo tierno, adolescente, nostálgico, tanto que ya la habíamos visto en la mejor película jamás hecha sobre el ascenso del nazismo, Cabaret, ese momento en que un muchachito rubio y hermoso se levanta en un café y canta Tomorrow Belongs to Me, y los hombres y mujeres, los jóvenes y viejos, los niños y las niñas, se sienten extasiados ante el eco del futuro: la esvástica y el brazo en alto, el saludo hitleriano, el mañana de la raza, los campos de exterminio.
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