Ha muerto Ned Beatty a los 83 años, el único Dios verdadero que se haya paseado por una pantalla de cine, mucho más auténtico que los falsos ídolos interpretados por Morgan Freeman, Whoopi Goldberg o John Huston. Dios no podía ser un cómico como George Burns, ni una cantante como Alanis Morissette, ni siquiera un señor de pueblo como Fernando Fernán Gómez, que tiene al Espíritu Santo metido en una jaula y a su hijo Jesucristo yendo a un psicólogo argentino. Dios, el dios pagano y monstruoso al que dio vida Ned Beatty, ni siquiera dice que sea Dios y por eso se oculta en las tinieblas de un despacho de televisión encarnado en un cabronazo malvado y manipulador, un ejecutivo llamado Arthur Jensen que le explica a un locutor venido a más que no existe América ni la democracia sino un constante flujo de dólares, que ya no existen rusos ni árabes ni países sino corporaciones como la IBM, la ITT o la Exxon. "El mundo es un negocio" dice Jensen, ante el asombro de Howard Beale, "así ha sido desde que el hombre salió arrastrándose del fango. Y yo le he elegido a usted, señor Beale, para predicar este evangelio". "¿Por qué yo?" "Porque sale por la televisión, tonto, y 60 millones de personas lo ven cada semana de lunes a viernes". "He visto el rostro de Dios" murmura Beale, anonadado. "Podría usted estar en lo cierto, señor Beale".
El parlamento pertenece a la película Network, de Sidney Lumet, que ganó cuatro Oscars en la edición de 1977, incluido el de mejor actor a Peter Finch, a título póstumo, y que competía contra Taxi Driver, de Martin Scorsese, y Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, aunque la que se llevó los honores fue esa tremenda estupidez llamada Rocky. Prácticamente por esa escena y su actuación sobrenatural, Beatty consiguió la única nominación a los Oscar de toda su carrera, pero el premio fue a caer a manos de su compañero de reparto en la cinta de Pakula, Jason Robards. Beatty había saltado a la fama cuatro años antes en otra obra maestra, Deliverance, de John Boorman, en la que no le importó protagonizar a la víctima de una larga y brutal sodomización en la que fue considerada la escena de violación más explícita del cine. Que tuviera que ser un hombre el receptáculo de una violencia secularmente ejercida contra las mujeres (por no hablar de los rednecks, los campesinos pobres sin estudios retratados como escoria blanca) lo dice todo sobre los métodos de representación de Hollywood.
De hecho, Ned Beatty simbolizaba como pocos a otra especie maltratada y ridiculizada en el cine desde los tiempos de Oliver Hardy: los gordos, los gordos vistos como figuras irresistiblemente cómicas, un estereotipo que elevó a la enésima potencia en Superman, de Richard Donner, donde dio vida a Ottis, el lamentable ayudante de Lex Luthor, al lado del gran Gene Hackman. Tiene gracia que en un país donde el índice de obesidad alcanza límites alarmantes, la industria del cine siga empeñada en despreciar al colectivo que mejor podría representarlos, relegando habitualmente a papeles de secundarios a bestias de la interpretación como Charles Laughton, Burl Ives, Ernest Borgnine o Charles Durning. Incluso cuando se da el caso de un papel hecho a medida para un actor gordo, como era el caso de John Goodman para el biopic de Hitchcock, se prefirió rellenar de látex a Anthony Hopkins, con el resultado de que sir Alfred parecía una parodia de Celebrities de Joaquín Reyes. Punto aparte merece el caso de las obesas cinematográficas, donde ahora mismo sólo se me ocurre resaltar el nombre glorioso de Shelley Winters, con el agravante de que últimamente Kate Winslet haya sido motejada de gorda sólo porque no salía con el palmito de Titanic.
A lo largo de varias décadas, Ned Beatty ha llenado de emoción y dignidad todos y cada uno de los fotogramas por los que ha paseado su inolvidable cara de bebé travieso de ciento y pico kilos, casi siempre escondido detrás de los galanes de turno. Estuvo en El juez de la horca y en Sangre sabia, de John Huston, en 1941 de Steven Spielberg, en Cookie’s Fortune de Robert Altman, amén de varias docenas de interpretaciones más entre las que destaca su breve y soberbia intervención en la minusvalorada La guerra de Charlie Wilson, de Mike Nichols. Sin embargo, yo siempre lo recordaré como la divinidad grande y gorda escondida en la sala de máquinas de una cadena de televisión, el Dios astuto y mercachifle de Network, el mismo que este fin de semana habrá ido a cantarle las cuarenta al de allá arriba, cara a cara o nada a nada.
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