Si alguien se pregunta para qué hacen falta a estas alturas y en este país las celebraciones por el Día del Orgullo LGTB, bastaría con que echara un vistazo a El Caso Wanninkhof-Carabantes, dirigido por Tania Balló, un documental modélico por su claridad, brevedad y ecuanimidad al relatar los pormenores y circunstancias una de las mayores vergüenzas judiciales ocurridas en este país: la condena de Dolores Vázquez Mosquera por el asesinato de la joven Rocío Wanninkhof. La cantidad de equivocaciones, prejuicios y disparates que concurrieron en su resolución lo convierten en un perfecto ejemplo de todo lo que no debe hacerse durante una investigación policial, todo lo que no debe admitirse en un procedimiento legal y buena parte de la podredumbre homofóbica que circula todavía por nuestra sociedad.
En octubre de 1999 Rocío Wanninkhof, una joven de 19 años, desapareció en la localidad malagueña de Mijas, dejando únicamente un rastro de sangre y unas zapatillas de deporte. Tras una serie de búsquedas infructuosas llevadas a cabo por la policía y patrullas de voluntarios, apareció su cuerpo casi un mes después, prácticamente en estado de descomposición. Las habladurías de los vecinos, la presión mediática y una errónea praxis policial condujeron a la detención de Dolores Vázquez, una mujer que había sido pareja de la madre de la víctima, Alicia Hornos, e incluso había convivido con ella y con sus hijas.
Antes del juicio propiamente dicho, Dolores fue condenada en las tabernas y en los telediarios, se escribieron artículos repulsivos en los periódicos comentando su aspecto masculino y su falta de feminidad; supuestos especialistas declararon en tertulias radiofónicas y televisivas, sin el menor pudor, que estaban convencidos de su culpabilidad a pesar de que no había una sola prueba en su contra y de que contaba con una sólida coartada: en el momento del asesinato estaba cuidando de una de sus sobrinas y los recibos telefónicos atestiguaban que en todo momento había permanecido en casa. Nada de eso sirvió para atenuar el linchamiento mediático y el lamentable espectáculo de un juicio con jurado popular donde saltaron a la luz acusaciones tan grotescas como su aspecto hombruno, su afición por el karate, su voz ronca o el testimonio de una mujer que decía haberla visto apuñalando una foto de Rocío en el cartel de búsqueda (era una empleada ucraniana que no entendía bien el castellano y a quien Dolores Vázquez intentaba explicar mediante una pantomima el asesinato).
A Dolores Vázquez la condenaron por su aspecto y por su sexualidad: era una lesbiana que no podía tener hijos y que mató a la hija en venganza ante la madre que había roto con ella. En agosto de 2003, cuando llevaba casi dos años en prisión, apareció en Coín, muy cerca de Mijas, el cuerpo de Sonia Carabantes, otra muchacha asesinada en circunstancias similares a las de Rocío Wanninkhof. La Guardia Civil descubrió que, entre los restos de ADN hallados en el lugar del crimen, había coincidencias con otro rastro de ADN de varón encontrado en una colilla recogida en el sitio donde escondieron el cadáver de Rocío Wanninkhof. Gracias a la denuncia de su ex esposa, fue detenido Tony King, un fugitivo de la Interpol con un largo historial de agresiones sexuales en Gran Bretaña y en Málaga.
Tras diecisiete meses en prisión, Dolores Vázquez fue puesta en libertad sin que prácticamente nadie entre la inmensa mayoría de predicadores y psicólogos de baratillo que la pusieron públicamente en la picota se arrepintiera de sus palabras. La condenaron de antemano por lesbiana, por no ser madre, por no encajar en los cánones tradicionales de lo femenino, por no ser una mujer como Dios manda. Lo peor de todo es que, casi dos décadas después, ningún organismo público la ha indemnizado ni le ha pedido perdón por todo el sufrimiento y el escarnio padecidos. Para que luego digan que no vivimos en una sociedad patriarcal.
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