Punto de Fisión

La mascarilla patriótica

La mascarilla patriótica
Santiago Abascal durante un pleno del Congreso en 2020. Imagen de archivo.- EFE

Decía alguien, y no le faltaba razón, que en el momento en que el Gobierno levantara la mano con las mascarillas iba a ser un problema distinguir a los auténticos españoles por la calle. Los auténticos españoles, claro está, son los que cuelgan una bandera bien gorda en el balcón hasta que la bandera se aburre y pierde los colores, se ponen una enseña rojigualda en el broche del reloj o en una pulserita y patriotizan la mascarilla a tope, incluso con insignias militares.

Uno se imagina, después de ver esas fotos de Colón con patriotas vestidos de arriba abajo de rojo y amarillo, que esa gente hasta lleva los calzoncillos a juego. Hay una ley que asegura que la cantidad de patriotismo es directamente proporcional al número y tamaño de banderas españolas y símbolos del Ejército que porta el sujeto en cuestión e inversamente proporcional a la posibilidad de que el sujeto en cuestión haya hecho la mili.

Como es lógico y natural, a los auténticos españoles se les llena la boca de España, hablan siempre en nombre de España, no paran de decir que si España esto y que si España lo otro, que si España se siente traicionada con los indultos, que si España se va a la mierda en cuanto no hay un patriota de pura cepa en la poltrona y que España estaba ahí antes de los Reyes Católicos, antes de los visigodos y antes de Atapuerca. Esta semana, por ejemplo, Casado ha nombrado a España tantas veces en público y en privado ante el peligro del independentismo, ante la ruina del gobierno de Sánchez y ante los partidos de fútbol de la Eurocopa que por poco no se le descoyunta la mandíbula de tanto pronunciar la eñe. Decía Samuel Johnson que el patriotismo es el último refugio de los canallas, pero eso era únicamente porque nació en Inglaterra: en España es el primero.

Tanto hablar de España y tanto mencionar a España no tiene vuelta de hoja: la mascarilla de un auténtico patriota exhibe la banderita impresa como un ectoplasma, una declaración de intenciones o uno de esos bocadillos del tebeo que muestran los pensamientos íntimos de un personaje. A esta gente España se les está rompiendo a cada momento, llenándose de comunistas, de secesionistas, de feministas, de homosexuales, de negros y de moros, y cada tanto tienen que darle un baño en la lavadora, un buen centrifugado y tenderla cara al sol con pinzas para la ropa. Los más españoles de todos ni siquiera guardan los billetes en territorio español, no vayan a ensuciarlo entre el vil metal y los montones de dinero negro: ellos prefieren esconderlo en paraísos fiscales, en Suiza o en Andorra.

Para los poco patriotas, los que pensamos que España sería la leche si se cumplieran tres o cuatro artículos fundamentales de la Constitución en lugar de uno solo, la mascarilla sólo ha sido una incomodidad transitoria, la oportunidad de disfrazarnos de Hannibal Lecter, de ir de tuareg por las calles, de sentir por unos meses el rostro cerrado a cal y canto como las mujeres islámicas la vida entera. En cambio, a los abertzales hispánicos, los españoles de misa, paella y toros, la mascarilla les ha proporcionado el orgullo de demostrar que son aun más españoles, muy españoles y mucho españoles, como decía Mariano Rajoy, otro al que la mascarilla le sienta como a un bandolero un pañuelo.

No obstante, hay que tener cuidado con tanta españolidad, porque uno puede acabar despotricando de la monarquía como esos ultras de Vox que, siguiendo la advertencia de Ayuso, han bautizado al rey Felipe como "Felpudo VI" por firmar los indultos. Una pena que el sábado no se les pueda ver a todos con la bandera republicana estampada en la cara.

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