Vi el episodio piloto de Succession el año de su estreno, allá por 2018, y no me impresionó gran cosa. De hecho, lo abandoné en seguida tras una sobredosis de asco, el que me producía contemplar la obscenidad de una familia de muchimillonarios capaces de agarrar dos helicópteros para irse a jugar un partido de béisbol en una finca privada en las afueras de Manhattan. En medio del partido, el hijo menor, Roman, le promete al chico de los guardeses un cheque por el valor de millón de dólares si en la siguiente jugada anota un home run. El chaval (un mestizo, uno de los escasos negros que aparecen en una serie repleta de blancos opulentos) falla y Roman se ríe de él, rasga el cheque firmado en sus narices en cuatro trozos, le da un ficticio cuarto de millón y le dice que regrese a su vida.
A pesar de estos y otros alardes de mal gusto, el piloto de Succession no acierta a transmitir el tono de comedia negra, el patetismo de los personajes y la atmósfera general de pesadilla grotesca que en posteriores episodios va destripando los entresijos mentales y morales de esa gentuza que está a los mandos del capitalismo. Ocurre lo mismo que cuando eres un crío y pegas una calada a un cigarrillo o un sorbo a una cerveza: empiezas a toser, te asquea ese sabor amargo y no entiendes aún que el amargor (en este caso, el asco) terminará siendo más adictivo que el azúcar. Precisamente porque se trata de una ficción, Succession desvela los mecanismos secretos de las grandes fortunas, su indecencia sin límites, su hipocresía y su avaricia colosales, con una profundidad y una exactitud que están vetadas a cualquier documental.
Como un rey Lear vuelto del revés, Logan Roy, el irascible patriarca de la familia (soberbiamente encarnado por un formidable Brian Cox), se resiste a la jubilación y se divierte contemplando las peleas de sus vástagos por ocupar su lugar en el trono, cuatro pijos malcriados, completamente subyugados por la sombra paterna, jugando con las empresas familiares y las vidas de sus empleados como niños con sus muñecos. Uno de ellos consigue que un cohete explote en Japón, provocando varias mutilaciones y pérdidas millonarias sólo porque se empeña en adelantar su lanzamiento para que coincida con la boda de su hermana. Fitzgerald, que exploró en carne y hueso la lamentable zoología de las clases altas, dijo que los ricos tienen más dinero y los pobres más hijos, pero se equivocaba de medio a medio. Dinastía, Los Colby, Falcon Crest nos mostraban la fastuosa vida privada de los multimillonarios a través de esa compasiva vara de medir; Succession nos la muestra a través del microscopio.
Si es cierto que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente, en las manos de Logan Roy se cumple exponencialmente la leyenda del rey Midas: todo lo que toca se transforma inmediatamente en mierda. El mantra neoliberal expuesto por Gordon Gekko en Wall Street ("la codicia es buena") revela aquí su celada, puesto que quien quiere más y más, nunca tendrá bastante: lo quiere todo, y ese todo incluye la quiebra de las empresas rivales, el poder político a escala planetaria, la impunidad legal, la miseria de sus semejantes. Es el mismo proceso por el cual aquel tipo que le envidiaba a un vecino su fortuna, su mujer y sus hijos, hace un pacto con el diablo y no se conforma con quedarse con su dinero: exige verlo arruinado, exige que su mujer lo abandone, que sus hijos lo repudien, que lo atropelle una moto y al final, cuando lo ve pobre y cojo, caminando con un bastón por el pueblo, masculla entre dientes: "Qué bien cojea el hijoputa".
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