Hace unos meses, antes de arrasar en las elecciones autonómicas, Díaz Ayuso aseguraba que una de las ventajas de Madrid es que se trata de una ciudad tan grande que alguien puede cambiar de empresa o de pareja y no volver a tropezar jamás ni con una ni con otra. Algo realmente difícil si uno ha trabajado en El Corte Inglés, por ejemplo, o si ha tenido la suerte de ser novio de Díaz Ayuso o de Cristina Pedroche, que enciendes el televisor y te las encuentras hasta en la carta de ajuste. Más de un usuario se le quejó por Twitter de que acababa de ver a su ex en el metro o en la calle, y Ayuso le pedía disculpas de coña, diciendo que no sabía cómo había podido ocurrir y que estaban mejorando la cobertura de invisibilidad para extenderla a otras comunidades. Pero, conociendo a Ayuso, vete a saber si hablaba de coña.
La presidenta libertaria defiende Madrid como una especie de versión mejorada de Matrix donde el pasado puede ser eliminado a voluntad, lo mismo una novia que un empleo, un puesto de sanitario que un abuelo en una residencia. De hecho, la masacre de las residencias en la capital -tal como la definieron varios portavoces de plataformas para pensionistas- fue utilizada por Ayuso y por varios representantes de Vox como arma arrojadiza contra el gobierno de Pedro Sánchez hasta que llegó el momento de crear una comisión que investigase lo sucedido y aclarase de quién era la responsabilidad en la gestión de las residencias en plena pandemia. Entonces Ayuso y los picapedreros de Vox decidieron que mejor dejar las cosas como estaban, no fuese que la gente sumara dos y dos y les diera cinco o seis mil ancianos muertos.
Gracias a este eficaz ejercicio de tocar primero las narices y luego la bandurria, la mortandad masiva en las residencias de ancianos de la capital quedó como un misterio, uno más de los misterios insolubles no sólo del coronavirus sino de una capital propensa al espiritismo. Nadie puede entender tampoco cómo las medidas que tomó Ayuso contra los contagios (ampliación de terrazas callejeras y desinfección mediante alcohol a base de cañas y whisky) funcionaron tan bien, pero parece claro que la pandemia había fijado sus objetivos en la tercera edad dejando la hostelería intacta. Haciendo exactamente las cosas al revés, mediante una campaña sanitaria de risa y una electoral de chiste, Ayuso logró salirse con la suya al estilo del inspector Clouseau, que se tira haciendo gimnasia desde las barras paralelas, se cae rodando por las escaleras y se levanta como si no hubiera pasado nada.
Puesto que el método Clouseau le va como un guante, Ayuso ha decidido seguir exactamente el mismo camino a la hora de enfrentarse a la sexta ola del coronavirus: "Vienen semanas de mucho contagio por la nueva variante del Covid pero esta no es como las anteriores. Por eso consideramos que debemos seguir con las mismas políticas". Ayer mismo recomendaba a la población continuar con la vida normal, no cerrar los colegios, reunirse a tocar la zambomba, y si se daba el caso de que algún vacunado entrara en contacto con un enfermo, que no hiciera cuarentena, que la mejor forma de combatir la pandemia es no hacerle ni caso.
A pesar de que la OMS aconseja cancelar las celebraciones de estas fechas para que no terminen en funerales, y a pesar de que la Consejería de Sanidad madrileña acaba de enviar un protocolo anti-Covid pidiendo que se extremen las precauciones -contradiciendo punto por punto el espíritu navideño de Ayuso-, lo más seguro es que al final triunfe la libertad, las cañas multitudinarias y los villancicos a coro con zambomba. A fin de cuentas, Madrid es una ciudad tan grande que resulta prácticamente imposible volverse a tropezar con el coronavirus.
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