Hace cosa de un año Almeida soltaba una de esas frases históricas que la ponen en un concurso de la tele y el concursante jamás estaría seguro de si la pronunció a) Goebbels, b) Mussolini, c) Videla, d) El Chavo del 8. "Seremos unos fascistas, pero sabemos gobernar", dijo Almeida, sin caer en la cuenta de que lo único que han sabido gobernar los fascistas son mataderos humanos, campos de concentración, bandas de vándalos y manadas de esclavos. Fue en un acto en Alcalá de Henares y Almeida sacaba pecho debajo de uno de esos chalecos neumáticos con los que los señoritos bien lo mismo se van a pescar truchas que te montan una cacerolada. Almeida gritaba en plan mitin, abriendo los brazos como si estuviera midiendo la trucha o yendo a golpear la cacerola, como si no se creyera del todo ni lo de ser fascista ni lo de pescar truchas. Con ese aire de Woody Allen del Opus y sin gracia ninguna, no daba el pego; como mucho, un fascista de Berlanga, un fascista de ultramarinos.
Hay que reconocerlo: el alcalde de Madrid, por muy alcalde que sea, siempre ha tenido pinta de periférico, de acomplejado, de esos alumnos de las últimas filas que se llevan una colleja de regalo y luego los eligen delegados a la fuerza, aunque ellos no quieran. El cargo le viene grande, como demostró Ortega Smith en aquella foto en que lo felicitaba, cortándole el riego sanguíneo de ambos brazos, y parecía que acababa de comprarse un Madelman. Al lado de Ortega Smith y de sus aliados municipales de la derecha, Almeida intentaba ser más fascista que nadie: hasta borraba versos de Miguel Hernández igual que en Génova borraban discos duros a martillazos, pero se notaba en seguida que estaba sobreactuando, fuera del papel, como si Woody Allen se pusiera a hacer de Rambo sin ni siquiera quitarse las gafas.
Finalmente, se han visto la falta de reflejos y la trucha fuera del agua al emerger el cachalote podrido del pelotazo sanitario y comentar Almeida que se había enterado de que un primo suyo estaba metido en el ajo por culpa del periódico. Los fascistas sabrán gobernar, vale, pero eso de gobernar leyendo los periódicos suena más a Felipe González que a Franco o a Hitler, a quienes no se les veía con un periódico en las manos ni para mirar a qué hora tenían el desfile. Para colmo, algunos de esos mismos periódicos aseguran que a Carlos Martínez-Almeida Morales lo llamaban los amigos del alcalde "el primo guapo", que ya me dirán ustedes si el alcalde, con amigos así rodeándolo, necesita enemigos.
Mucho más guapo, sin duda, es Luis Medina Abascal, uno de los dos cuñados que se forró vendiendo mascarillas de cuatro pesetas a euro, tests de la señorita Pepis y guantes de los chinos. El otro cuñado ya aparecía en una de las carpetas de la trama Púnica y el nombre de la carpeta no podía ser más explícito: "Marrones Alberto Luceño". En la primera ola de la pandemia, con los ancianos masacrados en las residencias y los hospitales a reventar de enfermos, Medina y Luceño dicen que sólo querían ayudar y habrá que darles gracias, porque llegan a querer estafar y no queda un español sano. Con lo que sacaron mediante su particular servicio de ayuda social se agenciaron un yate, nueve cochazos de alta gama, tres Rolex y una vivienda de lujo, entre otras minucias. Para que luego digan que la privatización de la sanidad no da beneficios.
Corre una teoría por ahí que reza que los hombres, más que hermanos, somos primos unos de otros. Gracias a nexos más o menos lejanos, está claro que, desde luego, algunos somos más primos que nadie. De cualquier modo, algo de verdad debe de haber en esto, ya que Luis Medina le ha llevado la contraria a Almeida y asegura que su relación con el primo de Almeida no fue directa sino que hubo otro contacto antes, no se sabe si primo o cuñado. Entre tanto primo, tanto cuñado y tanto intermediario, lo mismo los seis millones de euros de comisión se les quedaron en nada e incluso les tocó a pagar y todo. Almeida, con esa mala suerte que tiene, fijo que paga.
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