Este año se cumple medio siglo del estreno de El padrino, la obra maestra de Francis Ford Coppola, una película que se impuso contra viento y marea: contra los gustos del público, que estaba más que harto del cine de gángsteres; contra el deseo de los productores, que no querían involucrarse en lo que consideraban un fracaso sonado; contra las advertencias de varias familias de la Cosa Nostra, que amenazaron varias veces con paralizar el rodaje en Nueva York; contra las pocas ganas de su director y de buena parte del equipo técnico y artístico. Sí, la producción parecía condenada desde mucho antes del primer golpe de claqueta y sin embargo salió adelante gracias a una serie de azares, coincidencias y fatalidades asombrosas, como si ese tópico absurdo -"la magia del cine"- se hubiese cumplido merced a un pacto satánico semejante al bautismo del sobrino de Michael Corleone, cuando el sacerdote le pregunta si abjura del demonio, sus pompas y sus obras, al tiempo que pistolas y ametralladoras certifican la sangrienta venganza de la familia Corleone en un montaje en paralelo digno de Eisenstein.
No hay mejor homenaje para celebrar este monumento del cine que volver a verlo y probablemente no haya segundo mejor homenaje que leer El hombre que podía hacer milagros, de Iván Reguera, el libro que acaba de publicarse y que destripa la historia de su creación de arriba y abajo, por dentro y por fuera, desde que no era más que un embrión en la cabeza de Mario Puzo hasta que se convirtió en el mayor éxito de taquilla hasta la fecha. Está escrito con el pulso de un novelista que conociera a sus personajes desde antes de que nacieran, pero también con el olfato de un reportero metomentodo capaz de inmiscuirse en los despachos de la Paramount, la sala de montaje, los lavabos de los estudios, los dormitorios de los actores y hasta en el coche de un mafioso. Da la impresión de que Reguera, al igual que tantos de los protagonistas y artífices de El padrino, se encontró ante una oferta que no podía rechazar.
Yo creía que sabía muchas cosas de la concepción, el desarrollo y el rodaje hasta que abrí la primera página y descubrí a Frank Costello, jefe de la familia Genovese, hablando con su chófer y guardaespaldas de las virtudes y exageraciones de la película que acababan de ver, El padrino. Le había gustado tanto que hasta le dieron ganas de saludar cuando el público empezó a aplaudir y se encendieron las luces. Es sólo una de las pocas correspondencias entre ficción y realidad, entre el brillo de Hollywood y el mundo truculento de los bajos fondos. Mario Puzo había escrito la novela a regañadientes, agobiado por una deuda de juego que no podía pagar y terminó vendiendo los derechos de adaptación al cine para que no le partieran las piernas. Había capos que temían verse retratados en la pantalla y que después de ver a Marlon Brando se ponían a imitar la voz ronca y la gestualidad majestuosa de Vito Corleone. Uno de ellos fue tiroteado en las calles de Nueva York, poco antes de finalizar el rodaje, y Coppola aplaudió entusiasmado porque iba a ser una publicidad excelente para el estreno.
En un maléfico trasvase de poderes, el joven director fue adoptando el lenguaje y los modales de un jefe de la Cosa Nostra. En principio, cuando Robert Evans, un joven ejecutivo de la Paramount, lo llamó para dirigirla, Coppola no quería hacerlo porque le parecía un proyecto demasiado comercial, aunque aceptó debido a la amenaza de quiebra de su productora. Nunca perdonó a Evans que se entrometiera en las decisiones de casting, que despreciara a Brando y a Pacino, que entorpeciera por capricho el rodaje y que estuviera a punto de arrebatarle el control del montaje. Mantuvo peleas demenciales con el director de fotografía, Gordon Willis, que estuvieron a punto de mandarlo todo al diablo. Le dio a su hermana, Talia Shire, uno de los papeles principales y le pidió a su padre, Carmine Coppola, que compusiera música adicional que sonaría junto a la fastuosa partitura de Nino Rota. Poco antes de finalizar la filmación, cuando logró detener un complot dirigido contra él por su montador Aram Avakian, se encargó de despedirlo personalmente y de asegurarle que no volvería a trabajar en la industria. No era nada personal, sólo negocios.
En el elenco, entre un reparto magnífico que incluía a Diane Keaton, a Robert Duvall y a James Caan, había auténticos mafiosos impuestos por los sindicatos, aunque ninguno más inquietante que Lenny Montana, la gigantesca mole que interpreta a Luca Brasi, el guardaespaldas de don Corleone. En la vida real, Montana se había dedicado a la lucha libre, a incendiar locales para cobrar el seguro, a liquidar problemas y a solucionar asuntos de la mafia. En el momento en que balbucea en la boda, intimidado ante su padrino, no hay ninguna actuación sino los temblores y titubeos de un matón tropezando con el texto delante de las cámaras, pero Coppola decidió dejar la secuencia tal cual y quedó perfecta.
Hay centenares de anécdotas más, desde la historia de Sinatra transmutada en una cabeza de caballo a la iluminación al límite de Willis, "el señor de las tinieblas", con copiones tan oscuros que los ejecutivos de la Paramount, cuando las veían, pensaban que todavía llevaban puestas las gafas de sol. En este libro están hasta las cenizas de los habanos que se fumaban Puzo y Coppola despedazando a medias la novela y los que se fumaban Coppola y Milius disfrutando de sus sueños de gloria. Al igual que la película, se trata un orbe eminentemente masculino, salpicado de machismo y de violencia, un mundo de secretos patriarcales en los que a la mujer le cierran la puerta en la cara como a Diane Keaton en el último fotograma antes de los créditos. Por eso parece increíble que Puzo confesara que al personaje de Vito Corleone, el tuétano mismo de la historia, le había dado la voz, los consejos y la ternura de su madre, Maria Le Conti. Al final, como siempre, todo queda en familia.
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