José Luis Balbín murió ayer, con 81 años, pero hace décadas que echábamos de menos su presencia ante las cámaras, esos modales sosegados, esa manera de hablar y de escuchar y de dejar hablar, de rellenar la pipa durante los silencios, de decir las cosas sin intentar venderte un melón, de dirigir un debate como quien dirige una orquesta, apenas con un golpe de pipa. Balbín era el último o el penúltimo representante de un periodismo ya prácticamente extinguido, los que preferían el susurro al grito, la calma al aspaviento, las preguntas a las certezas, la duda a la exaltación.
Junto a Rosa María Mateo, Joaquín Soler Serrano, Felipe Mellizo y unos pocos más, Balbín le dio a la televisión de los setenta y los ochenta el tono acogedor y cálido de una tertulia, de una tertulia de las de los cafés de antes, se entiende, porque las tertulias televisivas de hoy día son algo entre un zoco de mercaderes ideológicos y un gallinero: un zoológico a la luz de los focos donde el verdadero experto -la criminóloga forense, el vulcanólogo, el militar de carrera- tiene que competir con el charlatán que acaba de leerse un artículo en Nature o los geoestrategas de salón que confunden la URSS con la ensaladilla rusa, esos todólogos que hoy te dan una conferencia sobre huracanes, mañana otra sobre asesinos en serie y pasado sobre el jamón de Guijuelo. Hasta cuando llevaba a un cura a discutir contra un filósofo o un científico, Balbín lograba que la pequeña pantalla de repente se transmutara en una cátedra de Teología.
Hoy sucede todo lo contrario, hoy cuando llevan a una eminencia en televisión, parece que estuviera hablando un trapecista, un payaso o un youtuber: todo tiene que transformarse en un circo de tres pistas con el fin de captar audiencia, hay que hablar a ritmo de reguetón y ensamblar ideas como chorizos, ideas de usar y tirar, conceptos masticables que la gente pueda chupar un rato antes de cambiar de canal y meterse otro chicle entre los ojos. Balbín jamás consideró al espectador idiota, por eso prefería que fuese el espectador quien subiera al carro donde estaban los tertulianos en vez de que los tertulianos bajaran del carro y se pusieran a vender melones.
En aquella época, podía permitírselo: no tenía que competir con cadenas privadas, ni bregar con índices de audiencia. Tuvo suerte él y más suerte tuvimos nosotros, los niños que crecimos viendo aquellos programas, escuchando una entrevista de dos horas a Borges, a Cortázar, a Torrente Ballester, asistiendo a una discusión civilizada sobre el origen de la violencia en lugar de soportar los argumentos de cinco homínidos sobre si una señora se habría follado a un torero. Hoy, en lugar de un Balbín, un Mellizo o una Mateos, tenemos a Risto, a Jorge Javier o a Ferreras.
Nada menos aristocrático y menos clasista que las noches de los viernes en La clave, ese programa que hoy sería veneno para la taquilla, sinónimo de un coñazo insufrible, y que sin embargo era un ágora de sabiduría, una reunión de amigos caducifolios en torno al tabaco hospitalario de José Luis Balbín, esa pipa de la paz que durante un par de horas lograba reconciliar izquierdas y derechas, filósofos y teólogos, comunistas y franquistas, heterodoxos y ortodoxos. La inquietante sintonía de Carmelo Bernaola, con ese glissando de timbal que te erizaba el cuello de la nuca, anunciaba el armisticio, el momento del diálogo, el paréntesis de educación al que Balbín daba inicio encendiendo una cerilla.
Recuerdo una noche que nos sentamos toda mi familia a ver El planeta de los simios, el final prodigioso en que Charlton Heston maldice las guerras entre las ruinas de Nueva York, en la última playa del mundo, y el formidable debate que siguió a renglón seguido sobre la Teoría de la Evolución de Darwin, un espectáculo no menos prodigioso en que el gesto y la palabra, la ciencia y la religión, el dogma de fe y el razonamiento sustituían a los fusiles de los simios, a las piedras y a los palos. Para mí, La clave fue el momento más alto que la televisión haya dado a este país, un oasis de civilización, un culto al diálogo presidido por un hombre tranquilo que, más que convencer o persuadir, más que seducir o encandilar, sólo parecía estar buscando una excusa para fumar en pipa. Desde entonces, por desgracia, la televisión y los espectadores no hemos hecho más que desandar la evolución, subir otra vez a los árboles, regresar al planeta de los monos.
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