En un tiempo en que la mayoría de los presidentes son cómicos, no es raro que un cómico llegue a presidente. Antes probablemente habría otros, pero el caso más sonado fue el de Ronald Reagan, un actor de segunda fila que triunfó en política protagonizando una superproducción de ocho años de duración en la que en ningún momento dejó de hacer el payaso. Reagan entendió que nunca había que salirse del papel, así trincaran a la CIA financiando a la contra nicaragüense o introduciendo drogas en los barrios negros a espuertas, de manera que siempre llevaba puesta la sonrisa de plástico y el brazo en alto como si desfilara camino de recoger el Oscar. Había perdido la oportunidad de su vida por culpa de Humprey Bogart, que le quitó el papel de Rick en Casablanca, y acabó dirigiendo Estados Unidos y el resto del mundo lo mismo que si fuese el propietario de una taberna en Marruecos.
Siguiendo un planteamiento similar, Volodímir Zelenski desembocó en la política a través de una serie de televisión, Servidor del pueblo, en la que un simple profesor de instituto llegaba a presidente de Ucrania a base de carambolas y malentendidos. Alcanzar el mismo objetivo en la realidad resultó un extraordinario giro de guión y una voltereta a la célebre sentencia de Marx: lo que sucedía primero como farsa se repetía después como tragedia. Quedaba claro, sin embargo, que la tragedia se cebaba exclusivamente con el pueblo ucraniano mientras que a Zelenski se le veía encantado en su papel de resistente: se puso una camiseta militar, como Abascal en esas fotos en las que intenta hacer la mili con retraso, y empezó a arengar a sus tropas, a pedir armas y a reclamar al resto del mundo civilizado que le declarasen la guerra a Rusia.
El problema no era tanto que se notara la larga mano de Estados Unidos detrás del muñeco Zelenski como que Zelenski estuviera sobreactuando y sobrepasando al muñeco. Una sesión de fotos para la revista Vogue, obra de Annie Leibovitz, daba la impresión de que la guerra de Ucrania era el telón de fondo para que la pareja presidencial disfrutara de una segunda luna de miel. Con su maestría para descubrir el esperpento detrás del poder (véase su magistral retrato del gabinete de Bush), Leibovitz inmortalizó la frivolidad de un matrimonio dedicado a posar entre un país en ruinas: la farsa frente a la tragedia.
Después de ocho meses de guerra, el monigote favorito de la OTAN parece haber perdido los papeles y, lo que es peor, la confianza de sus amos. La semana pasada hubo un momento, cuando un misil cayó en territorio polaco y mató a dos aldeanos, en que la amenaza de un conflicto nuclear atenazó al mundo entero. De inmediato, aunque todas las pruebas parecían sugerir lo contrario, Zelenski aseguró que se trataba de un misil ruso y reclamó la intervención de la OTAN. La verdad es que sus aliados le estaban pidiendo calma, que rebajara el tono y que reanudara las conversaciones de paz, pero Zelenski, envalentonado después de la reconquista de Jersón y poseído por su camiseta, sigue empeñado en presentar batalla: "Respondemos en todas partes, ocupamos posiciones en todas partes, estamos preparando éxitos futuros en ciertas áreas". Lo que trae el futuro próximo, muy probablemente, son nevadas invernales a manta que convertirán el terreno ucraniano en pistas de hielo para los tanques rusos. Putin ya dijo en su momento que la guerra no había hecho más que empezar y que su ejército sólo estaba calentando. El frío promete ser de órdago, Volodímir, mejor ponte otra camiseta.
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