He visto casi de un tirón, fascinado, divertido y cabreado a ratos, Ummo, el documental de Movistar dirigido por Laura Pousa y Javier Olivera, que analiza en tres capítulos el nacimiento, auge y decadencia de la mayor farsa ufológica perpetrada en España, un fenómeno que se alargó durante décadas, que tuvo miles de seguidores, que generó un sinfín de artículos de prensa y debates televisivos y que se extendió por varios países. La historia comenzó con el supuesto avistamiento de un ovni en las inmediaciones del madrileño barrio de Aluche, allá por febrero de 1966, y alcanzó su cenit cuando en la tertulia Amigos del Espacio, fundada años atrás por Fernando Sesma, comenzaron a llegar unas extrañas cartas mecanografiadas que afirmaban ser de procedencia extraterrestre. Concretamente de un planeta llamado Ummo, situado a la increíble distancia de 14 años luz y orbitando alrededor de la estrella Wolf 424, en la constelación de Virgo.
Los ummitas aseguraban que llevaban algún tiempo estudiando la civilización humana mientras algunos de sus exploradores vivían camuflados entre nosotros. Eran tipos de apariencia nórdica, lo que conectaba la fábula de Ummo con el mito de las suecas desembarcando en las playas españolas: de algún modo esos extraterrestres altos, rubios y de ojos claros eran la respuesta cósmica a Alfredo Landa y a López Vázquez intentando ligar desesperadamente en la Costa del Sol. Yo era muy niño entonces, pero me tocó vivir, aunque fuese de rebote, ese anhelo mesiánico por vigilar los cielos, por mirar hacia arriba y descubrir un platillo volante, que no escondía otra cosa que las ganas de escapar de la monotonía y la miseria intelectual, social y moral del franquismo. En ese sentido, el documental de Movistar supone un baño de nostalgia en aquellos años ingenuos y felices en los que la tranquila cariátide del profesor Jiménez del Oso aparecía en la pantalla del televisor para hablarnos de psicofonías, de ectoplasmas, de las pistas de Nazca y de las caras de Bélmez.
Entre sus invitados habituales estaba el profesor José Luis Jordán Peña, un parapsicólogo que no dejaba de cuestionar las apariciones de ovnis ni la parafernalia que se escondía detrás, aunque él mismo había sido uno de los testigos del incidente de Aluche. Muchos años después, Jordán Peña confesó que él mismo había inventado la patraña de Ummo con el objetivo de demostrar lo fácil que es manejar a la opinión pública. Pudo hacerlo gracias a su imaginación exuberante, a su conocimiento de revistas científicas extranjeras y a una nutrida biblioteca de ciencia-ficción de escasa o nula circulación en España. Por ejemplo, en una de las supuestas cartas de correspondencia ummita se comentaba un artilugio -que parecía calcado de los inventos del profesor Franz de Copenhague en el TBO- que producía sinfonías de olores, una extravagancia en la que inmediatamente detecté un eco de uno de los relatos del astronauta Ijon Tichy en los Diarios de las estrellas de Stanislaw Lem.
A estas alturas del siglo XXI, todo esto puede resultarnos de una ingenuidad conmovedora, un adelanto hispánico de la magnífica Encuentros en la tercera fase de Spielberg, pero no hay que olvidar que ahora, cuando los conocimientos científicos están al alcance de cualquiera, hay un montón de gente que abomina de las vacunas o cree que la Tierra es una palangana. Sin embargo, la historia da un giro bastante feo poco tiempo después, cuando la superchería de Ummo dio pie a la creación de la secta apocalíptica Edelweiss, en la que un ex legionario, Eduardo González Arenas, mezclaba el nazismo con la pederastia aprovechando el candor de un montón de chavales a los que hizo creer en la inminente destrucción de la Tierra y la existencia de un planeta llamado Delhaiss donde serían trasladados si seguían sus mandamientos. El propio Jordán Peña montó su propia secta, mucho más modesta, mediante la instrucción de dos adeptas a quienes manipuló con el fin de satisfacer sus fantasías sexuales sadomasoquistas.
En el documental únicamente eché en falta una referencia a Platillos volantes, la portentosa película de Oscar Aibar basada libremente en la anécdota real de dos ufólogos aficionados, un obrero y un contable, que se suicidaron en 1972 al paso de un tren cerca de Terrasa con una nota que decía: "Los extraterrestres nos llaman. Pertenecemos al infinito". Entre el humor y la ternura, la cinta exhala ese afán de trascendencia típico de la época junto al ambiente triste y ceniciento de los estertores de la dictadura. Hay un malentendido tragicómico en la secuencia en que detienen a uno de ellos en mitad de un mitin en una fábrica donde promete a sus compañeros que el futuro va a cambiar muy pronto y que su liberación está próxima. Los policías les interrogan y les torturan a golpes hasta que comprenden que no son dos dirigentes comunistas sino un par de perdularios que creen en los marcianos. Pese a que conocemos el desenlace desde el primer minuto, Aibar se guarda un as en la manga y lo exhibe sin miedo en un final sorprendente e inolvidable.
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