La semana pasada, durante un acto de recaudación de fondos para su campaña, Joe Biden llamó a Putin "loco hijo de puta" y se quedó tan ancho. A lo mejor la hemeroteca me corrige, pero creo que se trata de un tono nunca antes visto en las relaciones entre las dos superpotencias, ni cuando Rusia formaba parte de la URSS, ni en los tiempos de Kennedy y Jruschov durante la crisis de los misiles, ni siquiera en la era de Reagan, que gastaba hechuras de vaquero presidencial made in Hollywood con más derecho que Biden.
También es posible que ahora la diplomacia consista en decir lo primero que se le pasa a uno por la cabeza, sobre todo si uno es un anciano senil de ochenta y un años con acceso directo al botón rojo. A la prensa internacional tampoco es que le haya molestado mucho el calificativo lanzado de presidente a presidente, ya porque lo consideran un epíteto, ya porque la prensa internacional no se conmueve con minucias como los genocidios en Gaza o en Congo. El otro día, May Golan, ministra de Igualdad de Israel, dijo en Nueva York que estaba "orgullosa de las ruinas de Gaza y de que cada bebé, incluso de dentro de 80 años, le cuente a sus nietos lo que hicieron los judíos". Con treinta mil muertos a las espaldas del Ejército israelí, miles y miles de ellos niños, las rotativas no se pararon para anunciar que Goebbels se había reencarnado en una señora sionista.
Habría que examinar las reacciones de esta misma prensa rendida al sionismo y al otanismo si, por ejemplo, Donald Trump, un señor sin pelos en la lengua ni filtro alguno entre el cerebro y la laringe, hubiera llamado "loco hijo de puta" a cualquier homólogo extranjero durante su mandato. Aunque nos anunciaron que la presidencia de Trump iba a suponer la Tercera Guerra Mundial, el fin de la civilización occidental y el apocalipsis en tres tomos, lo cierto es que los cuatro años que estuvo en el poder fueron los más tranquilos y pacíficos de la política exterior estadounidense al menos desde los tiempos de Carter.
Da vértigo reconocerlo, sí, pero para Europa, para Hispanoamérica, para África y para Oriente Medio, el espantajo de Trump ha resultado un presidente mucho mejor que el carnicero de Obama, al menos en lo que respecta a conflictos militares. Un tipo que fue la continuación de Bush Jr. por otros medios y al que le regalaron un Premio Nobel de la Paz antes de estrenarse en la Casa Blanca, tal vez para que la dejara más blanca que nunca. Obama ratificó el galardón en Siria, en Honduras y en Libia, a base de centenares de miles de muertos, por no hablar de su impotencia crónica para acabar con el circo de Guantánamo o las deportaciones masivas de inmigrantes.
Entre lo zumbado que está, sus extrañas relaciones con el Kremlin y la pandemia del coronavirus, Trump inauguró una especie de pax anaranjada que duró cuatro años y que por poco se prolonga en imperio gracias a la pantomima de un golpe de Estado interno que intentó promover en el seno de una república que tiene la fea costumbre de derribar gobiernos extranjeros. Fue ponerse Joe Biden a los mandos e incendiarse medio mundo, con la vergonzosa retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, la invasión rusa de Ucrania y la impunidad criminal del Ejército israelí en Gaza.
A Trump han intentado frenarlo por todos los medios, desde los periódicos a los tribunales, pero ya ha arrasado en las primarias de Carolina del Sur y se perfila otra vez como el candidato republicano en las próximas elecciones a la Casa Blanca. Que Trump haya reunido a su alrededor a lo más granado de la fachosfera internacional, de Abascal a Milei, pasando por Bukele, Meloni o Bolsonaro, es un signo más de la confusión de estos tiempos en los que hay gente que cree, a estas alturas de la película, que Rusia es una reedición de la URSS o que Putin es comunista.
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