Punto de Fisión

Ábalos, sé fuerte

José Luis Ábalos. EFE/Fernando Villar
José Luis Ábalos. EFE/Fernando Villar

Entre las particularidades folklóricas de las que los españoles podemos enorgullecernos están los toros, la paella, el tercer apartado del artículo 56 de la Constitución y el aforamiento indiscriminado. Esto del aforamiento es un superpoder del que disponen unas diecisiete mil personas en España, el cual los hace inmunes a los tribunales ordinarios, como si jugaran al parchís siempre en casillas del mismo color o al escondite sin necesidad de esconderse. Lo del aforamiento nunca lo entendí muy bien, o a lo mejor son los aforados quienes no acaban de entenderlo, ya que se trata de un mecanismo jurídico que protege al cargo, no a la persona que lo ostenta.

No obstante, resulta sorprendente el riguroso nivel ético de nuestros aforados, quienes apenas se aprovechan de este singular privilegio. En cualquier otro país, diecisiete mil políticos y jueces fuera de la ley montarían una banda de cuatreros y estarían todo el día asaltando bancos. Por eso, tampoco hay que extrañarse mucho de que Ábalos haya decidido atrincherarse en su escaño, abandonar las filas del PSOE en el Congreso e integrarse en el Grupo Mixto. Todas las cosas se esfuerzan en perseverar en su ser, dice Spinoza, y Ábalos, aún a costa de la dignidad, la honradez y la ideología, ha preferido seguir siendo Ábalos.

Resuena un eco numantino en el modo en que los políticos españoles se resisten a tirar la toalla y conjugar ese detestable vocablo ruso, dimitir, posiblemente el verbo menos utilizado del idioma. A Cristina Cifuentes tuvieron que dimitirla a la fuerza con el video de unas cremas robadas en un supermercado y da la impresión de que, cualquier día de éstos, a Ábalos lo van a sacar en una grabación bajo cuerda, vendiendo pieles de lince ibérico en un puesto del Rastro. El otro día descubrieron que Koldo vivía en un piso de La Latina, propiedad de Ábalos, por las fechas en que mangoneaba los contratos fraudulentos de las mascarillas. Espera que no haya por ahí un programa de First Dates con Ábalos y Koldo flirteando con los ojos vendados.

Con la temeridad que da el pretérito perfecto, Ábalos aseguraba la semana pasada que él hubiera dimitido sin dudarlo un instante si la mierda le hubiese salpicado cuando era ministro. Ahora que sólo es diputado, lleva encima el lamparón de Koldo con insólito orgullo, como si fuese una camiseta de heavy metal. Bastante disgusto ha tenido al renunciar a su puesto de presidente en la Comisión de Interior sobre corrupción e impunidad, cuando pocos, muy pocos, estaban más preparados que él para dirigir semejante cotarro, aparte de Mariano Rajoy, Isabel Díaz Ayuso, Jorge Fernández Díaz, Rodrigo Rato y, prácticamente, el ejecutivo de Aznar al completo.

Hay que aplaudir la valentía de Ábalos empeñándose en el servicio público contra viento y marea, un ejercicio de obstinación que evoca aquel magnífico mensaje que Mariano dirigió al tesorero de su partido ("Luis, sé fuerte") en el momento en que se destapó que su partido se financiaba bajo cuerda al estilo de la mafia siciliana. A Almeida el chanchullo de las mascarillas con el que se forraron Medina y Lucero no le supuso el menor problema, lo mismo que a Ayuso las comisiones de su hermano por un negocio similar al de Koldo. En el PP rara vez dejan a uno de los suyos al pie de los caballos por un asunto tan nimio como la corrupción: más bien lo arrojan sin piedad si se le ocurre la estupidez de denunciarla, como le ocurrió a Pablo Casado. Le estuvo bien empleado, por probarse el disfraz de decente en vez del de panadero.

El caso es que Ábalos ha ido a parar al Grupo Mixto junto a los diputados de Podemos, BNG, UPN y Coalición Canaria, quienes tampoco tienen culpa de nada. No será nada fácil que, con Koldo estampado en el medio, como una cara de Bélmez, no los confundan con una banda de heavy metal. En cuanto a Sánchez, ya tenía complicado negociar con tirios y troyanos para sacar adelante la legislatura, pero ahora además tendrá que contar con el voto de Ábalos. Todavía está a tiempo de incluirlo en una ley de amnistía, que, al paso que va, lo mismo sale en una procesión de Semana Santa.

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