Un día que me dio por la hermenéutica, me puse a investigar de dónde vendría la G de Hombres G y, con no poca sorpresa, descubrí que remitía a una película de 1935, G Men, de William Keighley, con James Cagney, en la que un abogado decide enrolarse en el FBI para investigar el asesinato de un amigo suyo. El argumento no es que tenga mucho que ver, pero la fecha va prácticamente clavada, aunque yo pensaba que la G de Hombres G venía exactamente de lo que ustedes están pensando.
Por la época en que empezaron, allá a comienzos de los ochenta, yo era un mico adolescente que no me enteraba de gran cosa, ni de qué iba la Movida, ni de que la ciudad en la que vivía estaba infestada de artistas y poetas de la hostia. La gente acudía en peregrinación a Madrid igual que en los años veinte iba a París y en los sesenta a Nueva York: a empaparse de cultura, a figurar mucho y a estar a la última. Yo paseaba por aquella Gran Vía efervescente con mis pantalones de campana igual que una mosca sobre un Andy Warhol, completamente ignorante de que estaba pisoteando la Historia con mayúsculas.
Por desgracia, descubrí que era absolutamente impermeable a la modernidad cuando leí en el Diccionario Cheli de Umbral que "speed anfetamina / mina mi salud" era una letra maravillosa, "un ritmo obsesivo, de reiteraciones y aliteraciones, que serpea muy bien dentro de la música". A mí, para qué les voy a engañar, me parece una mierda de letra, un ripio y una castaña, más o menos del mismo rango que "Hawaii Bombay son dos paraísos / que a veces yo me monto en mi piso" o "Yo para ser feliz quiero un camión". Las letras me parecían horrendas, sí, pero las músicas eran para tirar de la cadena. Así me fue.
Para que se hagan una idea, a mí me gustaba, por ejemplo, Iceberg, un grupo de jazz rock fastuoso que tuvo la mala suerte de ser español, porque de haber sido inglés o estadounidense, quizá podían haber sido tan famosos como Steps Ahead o Weather Report. Muchos años después, no sé cómo tropecé en televisión con un concierto de Ramoncín y, antes de darme tiempo a cambiar de canal, me quedé boquiabierto con el centelleante solo de guitarra que se marcó uno de los músicos. No había forma de confundirse con esas escalas luminosas y esa manera de cortar las notas: era Max Sunyer ganándose el pan y untando de oro un cagarro.
Aquellos años, por radio y por televisión, nos bombardeaban con unas mierdas que, cuando oigo ahora a la gente abominando del reguetón y añorando su juventud, me pregunto si estaban enchufados a Radio 2 y a Jazz entre amigos, como yo, o si tenían un abono en la Filarmónica de Viena y después se iban a veranear al Birdland o al Festival de Bayreuth. No había manera de escapar de una canción como "Sufre, mamón / devuélveme a mi chica / o te retorcerás entre polvos pica pica", un éxito tan espantoso y tan ubicuo que hasta hicieron una película y todo.
Lo mejor de la letra es que el protagonista se lamenta porque su chica lo ha abandonado por un niño pijo: entonces, entre los acordes pachangueros, se abre un auténtico abismo sociológico, al comprender que existían diferencias incluso entre los pijos más pijos del planeta. Que unos cayetanos que cantaban por la nariz y parecían los sastres de Snoopy no fueran conscientes de su pijeidad daba pie a pensar si aquella canción en particular y toda su obra en general no sería una reflexión humorística sobre la identidad personal y la lucha de clases. Después caía en la cuenta de la G de Hombres G y se me pasaba el ataque hermenéutico: simplemente, eran niños pijos que, como toda la especie, no sólo se creían unos malotes sino que no se daban cuenta de lo pijos que eran.
Cuatro décadas después, los mismos niños pijos se han convertido en viejos pijos que aseguran que están sufriendo una dictadura, que no hay libertad de expresión ni de pensamiento, todo en medio de una gira internacional con decenas de miles de espectadores por espectáculo. Antes se creían unos malotes y ahora unos mártires de la libertad de expresión: es difícil estar más desubicado. Te lo juro por Snoopy.
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