Punto de Fisión

Érase una vez John Barth

Imagen de archivo de John Barth.
Imagen de archivo de John Barth.

"Buenas noches.

Las historias duran más tiempo que los hombres, las piedras más que las historias, las estrellas más que las piedras. Pero aun las noches de nuestras estrellas están contadas, y con ellas pasará esta misma historia a una tierra por largo tiempo muerta".

En octubre de 1989, paseando por la Cuesta de Moyano, encontré por azar un libro maltrecho, manoseado, que brillaba como la lámpara del genio hundida en el desierto, reclamando un dueño. Se trataba de una vieja edición de Espiral, hoy por completo descatalogada. No conocía el título ni el autor, pero abrí al azar la primera página, donde aparece Sherezade, y después salté al párrafo glorioso que introduce la Persíada, el segundo capítulo de Quimera de John Barth. Paladeé despacio cada frase, cada palabra, porque descubrir un narrador así no es un milagro que ocurra muchas veces; al menos, no después de la adolescencia, después de los deslumbramientos de Poe, de Borges, de Las mil y una noches; después del tiempo de las revelaciones y las pérdidas, de los amigos eternos y del amor atroz. Leer Quimera fue como aprender a leer otra vez, como enamorarse otra vez por primera vez.

Después, poco a poco, fui leyendo todo lo que caía en mis manos de John Barth, casi siempre ediciones de segunda mano, tampoco muchas cosas, porque era un autor casi secreto que no producía escándalos ni opiniones políticas: un novelista con gafas, calvo como un huevo y pinta de profesor universitario. Leí La ópera flotante, el impresionante debut con el que asombró al público estadounidense en 1956, una novela extraordinaria que se codeaba con las mejores de Sartre y de Camus, pero que resultaba mucho más divertida que las de sus compadres franceses del otro lado del Atlántico. A diferencia de cuentistas o poetas, muy pocos novelistas son capaces de escribir una obra maestra antes de los 25 años (ahora mismo sólo se me ocurre Moravia), pero el joven Barth se atrevía a circunnavegar saludablemente el existencialismo en una narración descacharrante al borde del suicidio que flirtea además con el adulterio consentido, las relaciones de pareja, el ejercicio de la abogacía y la guerra de trincheras.


En comparación, su siguiente entrega, El fin del camino, me resultó bastante desvaída, mientras tuve que dejar hacia la mitad la tercera, El plantador de tabaco, considerada su obra maestra, un tomo de más de mil páginas en el que Barth, lanzado de cabeza al posmodernismo, se propone una especie de parodia cervantina de la novela dieciochesca británica. Del mismo modo que hay novelas que imitan la forma de un diario, o del análisis de un poema, o de una enciclopedia, Barth decide escribir una novela que imite la forma de una novela a través de las aventuras y desventuras de Ebenezer Cooke, poeta inglés que da el salto al nuevo continente, hasta Maryland, para montar una plantación de tabaco. Probablemente yo era demasiado joven.

En cambio, me fascinó la lectura de Perdido en la casa encantada, un libro en el que cada uno de los relatos es un experimento técnico sorprendente y a la vez una absoluta gozada. No en vano, Cortázar dedicó uno de los cuentos más intrincados que escribió jamás (La dirección de la mirada, de Un tal Lucas), a John Barth. Un placer similar me deparó Sabático -en mi opinión, su novela más lograda desde La ópera flotante- en la que Fenwick, antiguo espía de la CIA, emprende con su mujer, Susan, profesora de literatura, un inolvidable viaje en yate por la bahía de Chesapeake. Me pasé décadas aguardando con ansia la traducción al español de Giles Goat-Boy, otro volumen de más de mil páginas en el que mezcla mitos, religiones, ordenadores y teorías literarias en una alegoría de la Guerra Fría narrada con un irreverente tono cómico. Sin embargo, cuando por fin la editorial Sexto Piso publicó Giles, el niño-cabra, tiré la toalla cerca de la mitad. Probablemente yo era demasiado viejo.

La semana pasada, en una residencia de ancianos, murió uno de los mayores novelistas de nuestra época, un hombre que exploró hasta sus límites los misterios y goces del arte de narrar. En un ensayo célebre y no muy entendido, La literatura del agotamiento, Barth propuso el posmodernismo como una forma de volver a decir una vez más lo que ya ha sido dicho, de escribir las viejas historias de siempre en una época en la que la inocencia se ha perdido. Yo nunca olvidaré sus soberbias lecciones de estética y moral, por ejemplo, el momento asombroso en el que Susan, en Sabático, está contando escrupulosamente la terrible violación que sufrió su hermana Miriam. Fenwick replica que no puede soportarlo, que se ahorre los detalles. "La violación, la tortura y el terror no son más que palabras; lo real son los detalles".


Para mí, Quimera no sólo fue la novela que me inspiró el tono de El mar en ruinas sino uno de esos textos míticos a los que siempre vuelvo, hechizado por la magia de su lenguaje y de su imaginación portentosa. Pocos libros se ajustan mejor a esta simple definición de novela: una historia maravillosa contada de una forma maravillosa. Quiero recordar a John Barth tal y como se retrató a sí misma en la Dunyazaidea -la primera parte de Quimera, bautizada con el nombre de la hermana de Sherezade- cuando, agotadas las historias con que mantiene en vilo la atención del sultán, quien pospone su ejecución noche tras noche, Sherezade pronuncia sin saberlo las palabras mágicas y un genio hace su aparición ante ella, "un hombre de piel clara, de unos cuarenta años, totalmente afeitado y calvo como un huevo de roc". Ella toma su bolígrafo por una varita mágica y él advierte que está ante su escritor favorito de todos los tiempos: Sherezade sentada ya para siempre al lado de John Barth.

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