Punto de Fisión

La consagración de Bertín Osborne

Bertín Osborne. Imagen de archivo. Europa Press
Bertín Osborne. Imagen de archivo. Europa Press

 

Después de cuatro décadas de patear escenarios, Bertín Osborne alcanzó la cúspide de su carrera musical en San Agustín del Guadalix esta semana, en un concierto que duró apenas quince minutos. Incapaz de calibrar el acontecimiento histórico que estaban presenciando, el escaso público asistente -cuatro vecinos del pueblo, una señora sorda, un representante de sonotone y un vendedor de almohadas- pidió la devolución del dinero de las entradas, sin comprender la suerte que habían tenido de que la tabarra no se alargase hora y media.

Lejos de la vulgaridad de artistas que, como Taylor Swift o Bruce Springsteen, miden su éxito por la afluencia masiva de espectadores, Bertín es uno de esos raros y delicados ruiseñores que han ido perfeccionando su repertorio y sus cualidades vocales hasta el punto de que ya no va a verlos prácticamente nadie. De ahí la incansable labor del PP en promocionar mediante giras veraniegas y festivales de pueblo a estos recios picapedreros musicales -José Manuel Soto, Alaska, Loquillo, Mario Vaquerizo- que, de otro modo, sin tan generosa donación de dinero público, cantarían únicamente en la ducha.

En la plaza de toros de San Agustín del Guadalix, en mitad de una canción, Bertín soltó unos gallos de campeonato, todo un gallinero sinfónico que asustó a la banda que le escoltaba y llegó a despertar a la señora sorda. Ningún periodista estaba allí para testimoniar el momento en que, con un siglo y pico de retraso, Bertín Osborne estaba inventando la atonalidad a pelo, sin dar una nota en su sitio y sin tener ni pajolera idea de lo que estaba haciendo. Fue una réplica de aquel mítico terremoto de Stravinski en París, durante el estreno de La consagración de la primavera, un escándalo en el que ni siquiera se oía a la orquesta entre los abucheos y silbidos del público. Con la salvedad de que aquí, entre la gaita pulmonar de Bertín, no se oía ni a los músicos ni a los ronquidos del público.

La revolución dodecafónica de Bertín Osborne tiene mucho más mérito que la de Schönberg o que las innovaciones rítmicas de Stravinski, porque, mientras Schönberg o Stravinski son dos de los mayores compositores del pasado siglo, Bertín Osborne es un señorito andaluz que canta sólo porque tiene boca. Hace cosa de un par de años se definió como un rebelde antisistema, pero nadie podía prever lo lejos que le iba a llevar su rebeldía, fuera del sistema tonal, de todos los patrones y compases conocidos en occidente y hasta de la declaración de la renta. Cuando Miles Davis les decía a sus músicos: "No toques lo que sabes, toca lo que no sabes", ignoraba que Bertín iba a seguir su consejo a rajatabla.

Bertín Osborne tiene veintitantos discos publicados (una colección que los musicólogos aún no saben si catalogar de armamento militar, repelente de perros o milagro tecnológico) y ha hecho varias giras internacionales sin víctimas mortales -que se sepa-, pero últimamente está logrando el sumun de su honestidad artística. Con no poca modestia, achacó el éxito de su última convocatoria en la plaza de toros al juego de luces y al equipo de sonido. Lo mismo podría haberle echado la culpa al ayuntamiento por contratarlo y al público por ir a verlo. Pronto podrá vaciar de espectadores el salón de su propia casa y dar conciertos en una gasolinera, junto a los expositores de radiocasetes de sus grandes éxitos.

 

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