Hartos de turistas madrileños, en un bar de A Coruña han tenido que echar el cierre de malas maneras, provocando un grave incidente diplomático entre comunidades autónomas. Más allá de las razones y sinrazones esgrimidas de uno y otro lado en esta guerra civil de bajo presupuesto, me parece sorprendente que todavía haya madrileños que no decidan quedarse a veranear en la capital, cuando todo el mundo sabe que Madrid en verano es el paraíso. No sé para qué emigran los cayetanos del barrio de Salamanca al exterior de la península cuando al lado de casa disfrutan todo el año del clima más benigno, las paellas más sabrosas, la ternera más tierna y el marisco más fresco. Los mejores centollos, por ejemplo, los importamos directamente de Galicia y luego los dejamos desovar en Génova 13.
En estos veranos en que me toca entrenar de beduino en Madrid -puesto que el bolsillo no da para más y no queda otro remedio-, tarde o temprano me encuentro con una pareja de yanquis o de alemanes despistados que consultan un mapa en medio de la solanera de Atocha, como si hubiera a algún sitio a dónde ir. A veces llevan niños encima, sin saber que están a punto de internarse en una franquicia del Sahara. Siempre les aconsejo que no dejen de visitar el museo de Saurón en las entrañas del Bernabéu y el río de lava bajando por la Castellana a las cinco de la tarde.
Una vez, dos australianas jovencitas me preguntaron cómo se iba hasta la Almudena y les expliqué que la basílica es una mierda por dentro y por fuera, tanto estética como ideológicamente, pero que muy cerca tenían San Francisco el Grande, que eso sí que merece la pena. Seguramente no me hicieron caso, porque no venía en su guía, pero en mi inglés macarrónico les dije que, si insistían en visitar la Almudena, sería conveniente que se arrancaran antes los ojos.
Como buen madrileño, soy de los que piensan que el refrán "de Madrid al cielo" -visto en tantas pegatinas automovilísticas de mi infancia- no es más que un lema a favor de la eutanasia. A menudo discuto amablemente con mis amigos sobre si conocen alguna otra capital europea, incluso occidental, que pueda compararse en fealdad, hostilidad y barbarie al ombligo de España. Habría que ser ciego o tonto perdido para intentar siquiera el cotejo con Roma, París, Praga, Budapest, Londres, Estambul o Varsovia, pero hay madrileños que son muy suyos y piensan que no hay nada comparable en el mundo al estanque de los patos en el Retiro, el edificio de Correos o la Puerta del Sol a las tres de la tarde.
Sin embargo, mientras los cánones de belleza siempre son arbitrarios y subjetivos, la monstruosidad no tiene vuelta de hoja: a horrenda a Madrid no la gana nadie. Cela la llamó "poblachón manchego" y Anthony Burgess, una tarde que estaba alojado en un hotel del centro, dijo que tenía un aire a Kansas City. Pero eso era mucho tiempo atrás, cuando la ciudad todavía se estaba quieta, porque en el último medio siglo ha sufrido tantas remodelaciones, cirugías y puñaladas que parece uno de esos zombis de película, quemados y mutilados, a los que han matado quince veces.
En la capital hay tantas obras y por todas partes que es como si los madrileños viviéramos eternamente en un terremoto de tres y pico en la escala Richter. Sin ir más lejos, la calle donde vivo ha sufrido ya tres bombardeos en lo que va de año, sin que se perciba mejora alguna más allá de los beneficios de la constructora, y a menudo le pregunto al colega del taladro si no les saldría más rentable colocar una cremallera de cemento. Hace más de veinte años, Danny DeVito preguntó en una entrevista si los madrileños habíamos encontrado ya el tesoro, sin sospechar, el pobre, que el tesoro en Madrid no consiste en otra cosa más que en cavar y levantar vallas y perforar túneles y molestar a los vecinos y joder el empedrado: que la búsqueda del tesoro es el tesoro.
Para que no le quiten el podio entre las urbes más feas del planeta, Almeida se ha lanzado a una carrera enloquecida en la que trata de despojar a la capital de una de las pocas cosas que disimulan sus pústulas y cicatrices: los árboles. Sin árboles, este grandioso cruce de semáforos ya sería igual que un zombi recién salido de la peluquería, un zombi skinhead también por fuera y por dentro. Entre el oso y el madroño, era lógico que Almeida eligiera al oso, ya que está empeñado en que Madrid se parezca cada día más a Almeida.
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