Hace doce años, cuando todavía ejercía de alcalde en Londres, Boris Johnson escribió que Gordon Brown se había atrincherado en Downing Street como un colono ilegal en el desierto de Sinaí, que se había amarrado a un radiador y no había nadie que se atreviera a decirle que el juego había terminado. Ahora, sin embargo, la situación ha alcanzado un nuevo nivel metafórico y es el propio Johnson quien se aferra al cargo de Primer Ministro como una garrapata enloquecida o un okupa completamente descontrolado, sordo y ciego a los requerimientos de la oposición, de su propio partido, de su propio gobierno y de su propio lechero. Como decía aquel, no es que la Historia se repita, sino que los historiadores se copian unos a otros.
Al final, el alcohol, las juergas desaforadas y los escándalos sexuales han acabado por inclinar más la balanza que la pésima gestión gubernamental y el chasco monumental del brexit. Por si fueran poco las bacanales celebradas en pleno confinamiento, esta misma semana tuvo que dimitir el número dos del Partido Conservador, Chris Pincher, después de manosear a otros dos caballeros, borracho perdido, en uno de esos elegantes clubs británicos donde lo único que falta es vergüenza. Era el último coletazo en la carrera de un ilustre baboso célebre desde hace años por sus magreos indiscriminados y al que Boris Johnson intentó conservar a toda costa. Se ve que los conservadores se llaman así por algo.
Casi sesenta cargos de su Ejecutivo han presentado la renuncia en los últimos días, una serie de dimisiones en cadena que han dejado al pobre Boris sin personal y a punto de poner un anuncio en The Times. Se le marchaba un ministro por la puerta y no acababa de nombrar a un sucesor cuando ya tenía a otro ministro dispuesto a saltar en paracaídas. Prácticamente no ha habido un solo día de su mandato en el que no pareciera que, más que gobernar un país, Boris estuviera dirigiendo un manicomio o un circo de tres pistas, con el interminable tira y afloja con Bruselas, montones de acuerdos internacionales pasados por el arco del triunfo y una grotesca intentona de cerrar el Parlamento. Ha mentido, manipulado, enredado y engañado a todo el mundo: a sus compañeros de equipo, a una ristra de dirigentes europeos, a la reina Isabel y al país entero.
Dicen que ha dimitido, vale, pero en su discurso de renuncia el famoso verbo ruso no ha aparecido en ningún momento, únicamente la promesa de mantenerse en su puesto hasta que aparezca un nuevo líder en las filas de los tories, algo que de momento parece muy difícil porque, entre mordiscos y puñaladas traperas, la cúpula del Partido Conservador estos días no es más que una pecera llena hasta los topes de pirañas y tiburones. No hay que descartar que en esta particular versión del balconing, Boris haya utilizado unos tirantes elásticos para regresar a su puesto tras el salto, como si sólo se hubiera tomado unas vacaciones de verano. Espera que no se tire dos o tres años más separándose del cargo, como Gran Bretaña de la Unión Europea, aprovechando que tiene carta blanca y que la gente no para de reírle las gracias. Primero fue el brexit y ahora el broxit. Empezó como un chiste y termina como un chiste. Malo, muy malo.
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