En España solemos renegar de nuestros héroes y encumbrar a don nadies, una fea costumbre que mantenemos desde los tiempos del Cid, quien por diversas envidias y rencillas tuvo que irse a trabajar de mercenario al servicio de los moros. Estos días anda por Asturias Mel Gibson, a quien han tanteado para que haga una epopeya con la leyenda de Don Pelayo, del mismo modo que en su día Santiago Abascal le puso sobre la pista de Blas de Lezo. El líder de Vox reivindica un pasado glorioso a base de probarse disfraces de conquistador, jugar a los caballitos y vestir muy ceñido, una trayectoria política que a veces parece una película de Mel Gibson y otras veces un videoclip de Village People.
Sin embargo, con Blas de Lezo, Abascal lleva razón: en cualquier otro país, el almirante vasco que zurró de lo lindo a la Royal Navy en Cartagena de Indias protagonizaría no sólo monumentos en las plazas y avenidas de cada ciudad sino novelas, películas, documentales y teleseries para reventar Netflix. Pero los españoles somos harto desagradecidos y vamos desaprovechando nuestras mejores oportunidades. Por ejemplo, este verano hemos dejado para las portadas del Hola! la odisea de Victoria Federica a caballo, cuando el ascenso de esta self made woman desde el anonimato aristocrático hasta el esplendor de las pasarelas daría para una revisión del mito de las amazonas. Nunca se insistirá bastante en lo duro que es ser niña de mamá en un mundo donde los niños de papá tienen copado el cotarro.
Estos días, otro de esos héroes contemporáneos y casi anónimos ha saltado a la palestra por una entrevista en la que se declaraba antisistema: "Rebelde para mí es light. Yo he sido siempre antisistema". Con su apellido bodeguero y una genealogía trufada de condes y de duques, Bertín Osborne bien podía haberse dedicado a vivir de las rentas y a proseguir esa adolescencia difícil de señorito andaluz que era una juerga a tiempo completo, y eso que habríamos salido ganando. Él mismo cuenta que lo mismo conducía sin carné que chocaba el coche que había cogido sin permiso, una existencia al borde de la ley paralela a la del Vaquilla o la del Torete pero desde el otro lado del Mercedes. Lo echaron de varios colegios por liarse a hostias, una de ellas con uno de los profesores, y una vez llegó a pegarle una tanda de puñetazos a Joan Manuel Serrat por intentar levantarle una novia en una discoteca.
"Yo tenía 18 años y era un animal peligroso" confesó tiempo después. Más o menos por aquel entonces, Bertín sintió la llamada de la música, que, como bien dice el refrán, amansa a las fieras, aunque no se sabe por qué narices tuvo que llamarlo precisamente a él. Al igual que José Manuel Soto, Bertín podía haber sido un gran cantante si no fuese por la voz. De la música, sin mucho esfuerzo y con similares resultados, Bertín trasvasó a las telenovelas, a los concursos de televisión y hasta a los teatros, donde realizó varias giras de éxito junto a Arévalo. Es una especie de Leonardo da Vinci al revés, un hombre orquesta del Renacimiento que hace de todo, canta, actúa, presenta, cuenta chistes, y todo lo hace mal.
Elegido presidente del gobierno en un episodio de la teleserie El Ministerio del tiempo gracias al lema "Mi patria es la tuya" (lo cual da una idea del futuro que nos espera, en la realidad y en la ficción), tampoco se entiende muy bien por qué ahora Bertín se declara antisistema por sistema, a no ser por un pequeño lío con Hacienda que tuvo lugar cuando España se le quedó pequeña y decidió fijar su residencia fiscal en Luxemburgo. Al preguntarle por el personaje histórico que le gustaría ser, elige el Cid, "porque era un tipazo, cabreado con el poder establecido y a lanzas con todos y contra todos: todo el mundo le tenía respeto, miedo y quería ser su amigo". Esto último, más que del Cid, parece la etiqueta perfecta para Al Capone, un melómano al que le encantaba la ópera pero, que por suerte, no se dedicó a cantar.
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