"¿Ponemos escritor y periodista?". Es una pregunta que me suele caer encima las pocas veces que me entrevistan o cuando aparezco en alguna tertulia. Casi siempre digo que pongan "escritor", no porque imponga más o porque se trata de un epígrafe reservado a toda clase de plumíferos, sino porque creo que no soy periodista, en el sentido estricto del término. El periodismo no puede hacerse sentado tranquilamente en casa, con una copa, un puro y un teclado, que es como escribo yo mis cosas, o delante de una cámara, leyendo el teleprónter, afinando el pactómetro y tirando de pinganillo. Otra cosa es el columnismo, la aristocracia del oficio, pero no recuerdo ahora si fue Camba o Ruano o ninguno de los dos quien dijo aquello de que definirse como "escritor y columnista" era más o menos igual que decir "médico y practicante".
Desde muy pequeño supe que quería escribir (lo de "ser escritor" es más bien una categoría metafísica), pero fue mucho más tarde cuando descubrí que lo del periodismo era otra cosa. Tuve varias epifanías al respecto, una de las primeras cuando leí que Jack London se disfrazó de pobre con un cinturón lleno de billetes para describir de primera mano las condiciones infrahumanas en que sobrevivía el proletariado en el East End londinense. Yo me crie en el barrio de Simancas, en una época en que el caballo galopaba enloquecido por el parque de San Blas, entre yonquis y navajeros, una infancia de lujo al lado de la que padeció Jack London: por eso mismo no veía la necesidad de pasar otra vez por lo mismo. He contado alguna vez que lo más cerca que estuve de esa clase de periodismo fue cuando propuse a mi jefe en El Mundo escribir una serie de crónicas sobre vagabundos, mendigos y náufragos callejeros en Madrid. Me respondió que eso no le interesaba a nadie y que mejor hiciera retratos de actores, cantantes, políticos y gente guapa y famosa.
Manu Leguineche y Javier Reverte (mis padrinos en esto del columnismo, a quienes tanto echo de menos) forjaron su instrumento en diversas guerras y conflictos armados, atendiendo el pulso de la historia entre el silbido de las balas y el humo de las bombas. Ambos desobedecieron hasta el último minuto aquella célebre advertencia de Hemingway, quien decía que el periodismo es una magnífica escuela de escritura con la condición de dejarlo a tiempo. Manu incluso intentó cubrir por su cuenta y riesgo la guerra de Afganistán, sin el respaldo de ningún periódico.
Por el momento, mi última epifanía al respecto tuvo lugar al ver El centro cederá, un documental de Griffin Dunne consagrado a la figura de Joan Didion. Hay un momento en el que Didion explica que estaba preparándose para escribir un reportaje sobre el epicentro de la contracultura (Arrastrarse hacia Belén), entrevistando a un montón de hippies y drogadictos en diversas barriadas de Los Ángeles. Entonces la llevaron a una guardería infantil donde vio a una niña de cinco años adicta al crack y en ese momento, dice, supo que tenía algo grande entre las manos. Casi de inmediato recordé la frase de Elias Canetti en Voces de Marrakech, cuando explica que un viajero debe ser despiadado, y admití que yo nunca sería capaz de algo así: seguro que intentaría rescatar a aquella niña o, más probablemente, echaría a correr dando gritos.
Años más tarde, Didion exploró su propio dolor en dos libros terribles, El año del pensamiento mágico, sobre la muerte de su marido, el escritor John Gregory Dunne, y Noches azules, sobre la muerte de Quintana, hija de ambos. Al igual que Manu y que Javier, o que tantos otros grandes del periodismo –de London a Mitchell y de García Márquez a Kapuscinski—, Joan Didion no hizo el menor caso del consejo de Hemingway. Lo cierto es que Hemingway tampoco lo siguió a rajatabla y con casi medio siglo a las espaldas se fue de corresponsal a la playa de Omaha, a informar sobre el Desembarco de Normandía, aunque su esposa, Martha Gellhorn, le ganó aquella vez por la mano al enrolarse como camillera, y eso Hemingway no iba a perdonárselo.
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