Del consejo editorial

La revolución digital

MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA FISAC

Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia

Los primeros que apostaron claramente por lo que ahora llamamos sociedad de la información fueron algunos intelectuales marxistas que, en los años sesenta del siglo pasado, analizaron lo que entonces llamaban la revolución científico-técnica. De aquella época es La civilización en la encrucijada, una obra colectiva dirigida por Radovan Richta dedicada a examinar las consecuencias que la automatización de la producción industrial debía tener sobre la organización del trabajo, el desarrollo de las contradicciones internas del capitalismo y el advenimiento de una sociedad sin clases. Duró poco la utopía: los tanques soviéticos se encargaron de borrarla por las calles de Praga en la primavera del 68.

Pero los ecos de aquella idea de la revolución científico-técnica resuenan desde entonces en los discursos sobre la revolución digital y la sociedad de la información. Hay quien ya piensa que la libre descarga de música, películas o libros en Internet es una manifestación palpable del advenimiento de una sociedad igualitaria. Aunque en el bando contrario nos encontramos también con algunas de las otrora llamadas fuerzas de la cultura y de las ahora conocidas como multinacionales del entretenimiento que, para perseguir la piratería digital, estarían dispuestas a imponer un canon hasta para la lectura de libros en las bibliotecas.

Lo primero que deberíamos reconocer es que los cambios tecnológicos a los que asistimos son realmente extraordinarios y, por lo tanto, nadie tiene respuestas definitivas para los nuevos problemas. Así que no tenemos más remedio que ir tanteando y ensayando soluciones. Algunos de esos ensayos, por cierto, están teniendo éxito e implicaciones sociales esperanzadoras: el software de código abierto, las licencias copyleft y la cooperación intelectual, anónima y desinteresada de la Wikipedia, por ejemplo.

Lo segundo es que, en cualquier caso, las soluciones que ensayemos deben partir del reconocimiento de que el creador tiene derecho a intentar vivir libremente de sus creaciones, lo que significa que la propiedad intelectual debe ser protegida de alguna forma (respetuosa con las intenciones del creador) y la piratería digital perseguida por la ley de forma eficaz, pero proporcionada y sensata, claro está.

La tercera consideración es que no debemos empeñarnos en encerrar los nuevos vinos en los odres viejos. Las tecnologías digitales no sólo amplían las posibilidades creativas, sino también los formatos de distribución, uso y disfrute de las obras del espíritu. La vieja amalgama de los contenidos culturales con sus soportes físicos se ha roto para siempre y ahora deberíamos concentrar nuestros esfuerzos en sacar las consecuencias de esa ruptura para la renovación de la industria cultural.

Las tecnologías nos permiten hacer cosas nuevas, pero la forma como nos organicemos socialmente para gestionarlas no viene impuesta por ellas, sino que depende de lo que nosotros seamos capaces de imaginar y conseguir. La revolución científico-técnica no fue suficiente para preservar la primavera de Praga y ahora ya deberíamos saber que la revolución digital no es la revolución, aunque tampoco permite que las cosas se queden como están.

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