El dueño de un chalet de la costa mediterránea ha colgado un enorme cartel en el muro de su casa: "No tenemos dinero, no tenemos joyas. Si quieren robarnos, háganlo con educación, les abriremos, no llamaremos a la policía hasta después de que se hayan ido". El mensaje inquieta no por la desesperación de fondo (hace años que mensajes parecidos han aparecido en buzones mil veces forzados, en coches viejos que suplicaban que los dejaran en paz), sino por esa renuncia, casi budista, al orden social que se da por establecido. Cada casa es un castillo. 

Recuerdo una época de mi niñez en la que las casas en los pueblitos no se cerraban con llave. La comunidad rural de la zona era pequeña, pero aún funcionaba con eficiencia: conocían los coches locales y los de los emigrantes, y a menudo alguna persona anciana permanecía en la casa, por enfermedad o para atender a algún animal. No se pensaba que nadie pudiera entrar para hacerles daño, aunque recordaban tiempos (la guerra, algunos bandidos de la postguerra) en que eso no era así. Se creía haber avanzado. A los mendigos se les daba algo de ropa y de dinero. Era una sociedad simple, aún sin la alarma general de la globalización. Se atendía a las noticias como al sermón de la iglesia, y la droga estaba concentrada en centros urbanos.

Las casitas de aldea dejaron paso a los chalets de dudoso gusto, y hace poco han comenzado a llenarse de alarmas. Se recuerdan los escasos años de confianza como una Arcadia eterna. Quien desee arrebatar algo ajeno, sea dinero, una tele, un sanitario del baño, el cobre incrustado en las paredes, encontrará qué llevarse y cómo. En uno de los cortos que concursan en el Festival de Benicàssim, una pareja encuentra un espantapájaros en un sembrado; el chico propone llevárselo. "¿Dónde está tu espontaneidad?", pregunta a la chica. El vandalismo se asimila a la diversión. Detrás del espantapájaros de cabeza de calabaza creí por un momento ver el cartel que pedía que si robaban, lo hicieran con educación.