Dentro del laberinto

Siesta

He seguido con interés apenas disimulado los dimes y diretes sobre la vacuna contra el cáncer de cérvix, que se distribuirá finalmente en todas las comunidades autónomas de manera gratuita a partir del mes próximo. Mi interés no se relacionaba sólo con los avances o contraindicaciones del remedio, su efectividad total o parcial, o la edad de vacunación de las niñas. Todos estos detalles eran jugosos, como todo lo que enfrente los males y los remedios, pero lo que me fascinaba eran dos detalles: por qué se vacunaba únicamente a las niñas y por qué se ha esperado a hablar con cierta libertad sobre los cánceres ginecológicos hasta el día de hoy.

La efectividad de la vacuna se valorará en 35 años. Tiempo de sobra para rectificar, para que los hábitos sexuales hayan cambiado, o para que un cáncer o una zoonosis aún más grave diezme el planeta. Las niñas vacunadas contarán para entonces con casi 50 años. Estarán unificando la menopausia con la maternidad tardía. Esas doscientas mil niñas no padecerán el contagio, que en cambio sus amigas un año mayores sí podrán contraer o transmitir a sus compañeros sexuales que en muchos casos compartirán. Si los condilomas masculinos no son controlados y erradicados, a través de cirugía o de futuras vacunas, las niñas cobaya habrán logrado poco. Pero, tradicionalmente, la sexualidad de los varones no ha sido responsabilidad de ellos.

Mi segunda fuente de estupefacción se entremezcla con lo personal. Con mi característica disciplina acudí a las clases de formación sexual y prevención del sida que mi instituto de secundaria impartía. Supe qué era la gonorrea, el cunnilingus y el espermicida en esas sesiones. Nunca nadie mencionó la posibilidad de un cáncer femenino contagiado por los despreocupados varones. Ninguno de mis compañeros de clase contrajeron sida, ni gonorrea. He perdido la cuenta de las afectadas por lesiones cancerígenas. Callaron, y han callado hasta ahora. ¿A quién no le convenía? ¿A quién le conviene ahora?

Más Noticias