Dentro del laberinto

Sigma (en la cuarta esquina)

Neal Stephenson, un novelista postcyberpunk, menos conocido en lengua española de lo que algunos aficionados a la ciencia ficción desearían, publicó en 1999 una novela titulada Cryptonomicon, en la que trataba de los códigos empleados en la Segunda Guerra Mundial. Densa, complicada en algunos momentos, analizaba el lenguaje y cómo encriptarlo. Una delicia para lingüistas. El personaje Lawrence Pritchard Waterhouse, un matemático al servicio de la Marina, empleaba en ella el carácter griego sigma para medir la excitación sexual masculina.

Sigma, para algunos varones, se identifica con la brusca emoción que les causa la pertenencia a un equipo de fútbol. Como todas las opciones radicales, pocas veces puede explicarse a través de razonamientos lógicos. Antes o después, los apasionados invitan a sentir la catarsis del partido, la lealtad a unos colores, o camiseta. Los periodistas deportivos, que conservan el último vocabulario épico de estos tiempos lánguidos, sirven como trovadores para hazañas que sólo quienes conocen el código pueden interpretar. Los hinchas de fútbol decodifican declaraciones, absolutamente incomprensibles y banales para quien no conozca nombres, fichajes o equipos.

Hace unos días, una periodista de un exitoso programa de televisión se colaba en un campo grande y asentado con la camiseta de un equipo rival. Nada le ocurrió, pero muchos anticipaban peligro, advertían de ofensas que podrían despertar reacciones violentas.

Así ha ocurrido entre los ultras del Lazio y de la Juve. Un joven de 28 años ha pagado con su vida la potencia del sigma que generaba el grupo. El juego se transforma en lucha, y no se sabe si es el dinero que mueve lo que la justifica, o que ese instinto de violencia se paga, y generosamente, por verlo de lejos.

Nunca se me hubiera ocurrido que la rivalidad podría degenerar en una falta de respeto como las que presagiaban. Sin duda, vivo en un ideal en el que el deporte implica caballerosidad, desafío y nobleza. Una pasión sólo se legitima si se acepta que otro puede sentir idéntica pasión. Si no, surge lo inadmisible.

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