ELÍAS PÉREZ SÁNCHEZ
Negar la propiedad privada de nuestro propio ser es la más grande de las mentiras culturales. Para una cultura que sacraliza la propiedad privada de las cosas, es una aberración negar la propiedad más privada de todas, nuestra Patria y Reino personal. Nuestro cuerpo, vida y conciencia. Nuestro universo."
Con estas palabras finalizaba hace once años el testamento que Ramón Sampedro leyó ante una cámara de vídeo y que iba dirigido al poder judicial y a las autoridades políticas y religiosas. En dicha carta Ramón denunciaba la desidia de una sociedad insensible ante una situación tan dramática como la que él vivía ("no es que mi conciencia se halle atrapada en la deformidad de mi cuerpo atrofiado e insensible –decía–, sino en la deformidad, atrofia e insensibilidad de vuestras conciencias") y acusaba también a la clase médica por su despotismo, su actitud paternalista y su prerrogativa para decidir sobre el cuerpo de los demás. Aquel testamento, que rubricaba categóricamente una vida llena de dramatismo y padecimientos, supuso un alegato tremendamente serio a favor de la disponibilidad de la propia vida. Hoy, once años después de su muerte, pocas cosas han cambiado.
Desde el punto de vista médico, el consentimiento informado y las declaraciones de voluntades anticipadas o instrucciones previas (los DVAs) han surgido en estos últimos años con el fin de introducir un serio correctivo no sólo al vitalismo (postura médica que prioriza la vida biológica del ser humano frente a su vida biográfica), sino también al paternalismo médico y su consideración implícita de la autoridad epistémica del médico. En cierta medida ha generado lo que en filosofía llamamos "un nuevo giro copernicano": no es ya el facultativo, sino el enfermo el centro de la medicina. El consentimiento informado y los DVAs representan en estos momentos la materialización del principio de autonomía del paciente al contar con su libertad de decisión antes de iniciar un tratamiento médico. Y antes de decidir si mantener el tratamiento ad infinítum, también será conveniente recurrir a la declaración que el propio paciente pudiera haber realizado con anterioridad. Es evidente la necesidad de extender la utilización de los DVAs. No obstante, desde el punto de vista de la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente (DMD), vemos con optimismo moderado todo el avance que suponen. Y digo "moderado" porque, si bien se trata de un documento sobre el que es necesario una mayor reflexión e información, como cualquier acción que en el futuro pueda llevarse a cabo masivamente, no está exenta de posibles perversiones, degenerando en una práctica burocrática y rutinaria que la aleje de los buenos propósitos originales, esto es, que se convierta en una práctica meramente contractual y propia de una medicina defensiva cuyo objetivo máximo sea asegurar la impunidad jurídica del médico en vez de buscar una finalidad éticamente loable, como es el reconocimiento de la autonomía y dignidad del enfermo y la mejora del diálogo y la relación médico-paciente. Además, desde nuestro punto de vista, encontramos también algunas deficiencias en los DVAs convencionales –la "versión dominante del testamento vital"–, al no aceptar "voluntades que incorporen previsiones contrarias al ordenamiento jurídico", por una parte, y al excluir aquellas instrucciones contrarias a la "buena praxis médica". Esto es, sólo serían admisibles las peticiones de "desconexión" (¿eutanasia pasiva?) o aquellas que incluyan la paliación y/o la sedación en la agonía (¿eutanasia indirecta?) y nunca aquellas conductas directamente encaminadas a provocar la muerte del paciente en estado terminal o sufriendo una enfermedad degenerativa irreversible. Esto no supone ningún avance, como se suele creer, ya que son situaciones contempladas en la Ley General de Sanidad y en el Código deontológico médico. Incluso el Vaticano y la Conferencia Episcopal han admitido en su momento dichas prácticas siempre y cuando no provoquen la muerte del paciente de un modo intencionado.
Desde el punto de vista religioso, se observa con amargura el modo en que las creencias religiosas sobre la vida y la muerte de un sector de la sociedad siguen influyendo de un modo determinante en la deontología médica hasta el punto de exigir obligaciones a todos los ciudadanos, y las verdades extraseculares o transcendentes siguen pretendiendo ser aquellas instancias morales correctoras únicas y excluyentes que rijan el comportamiento moral de todos los ciudadanos. Resulta, cuanto menos, lamentable observar el modo en que algunos miembros de la Conferencia Episcopal española mantienen posturas ideológicamente cerradas, sin matices y profundamente inhumanas sobre la eutanasia y el suicidio asistido. Y resulta lamentable sobre todo porque no siempre la Conferencia Episcopal se guía por los mismos principios que adornan su retórica en casos de conflictos bélicos sobre los que no discute con tanta intensidad como sí lo hace en los contextos eutanásicos. Con el debido respeto, tal vez debiera revisar su teología moral sobre la vida y la muerte y retomar anteriores documentos normativos sobre la eutanasia, publicados en los años ochenta, en los que sí parecían mantener posturas bastante más tolerantes.
Once años después de la muerte clandestina de Ramón Sampedro, insisto, pocas cosas han cambiado. Por lo que se hace inexcusable no sólo una reflexión más seria sobre la disponibilidad de la propia vida a través del suicidio asistido y la eutanasia activa, sino también que tales conductas, con el control social, médico y legal adecuado, dejen de ser, definitivamente, conductas proscritas y se conviertan en prácticas toleradas, tal y como se espera de un Estado democrático, plural y aconfesional como el nuestro. Puedo asegurarles que a Ramón Sampedro también le gustaría.
Elías Pérez Sánchez es Profesor de Filosofía y miembro de la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente
Ilustración de Mandrake
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