Discurso pronunciado por Pablo Scotto Benito el pasado 19 de noviembre, en el Auditorio Nacional de Madrid, en representación de los galardonados con el Premio Nacional de Fin de Carrera (promoción 2013-2014). El discurso fue elegido entre los premiados mediante una votación electrónica, organizada por una asociación de antiguos galardonados llamada La Facultad Invisible.
Muchas gracias a las autoridades públicas por su presencia hoy aquí con nosotros. Muchísimas gracias, también, a mis compañeras y compañeros por haberme elegido para dar el discurso y, sobre todo, enhorabuena por vuestros premios. Haber sido elegido para dar el discurso significa que yo me encuentro ahora en la obligación de decir unas palabras que representen al conjunto de los premiados, o que al menos tengan esa pretensión. Creo, de todas formas, que la mejor manera de cumplir con esa obligación no consiste en pronunciar un discurso vacío, trivial, cuyo único objetivo sea contentar a todos. Me parece, en cambio, que una forma más adecuada de entender esa representación es expresar mi punto de vista sobre una institución que todos compartimos. Me refiero a nuestra universidad.
Pero antes de eso me gustaría empezar echando la vista atrás, y hablaros un poco de los filisteos y los fariseos.
Los filisteos fueron un pueblo que vivió en lo que hoy es la Franja de Gaza. Estuvieron enfrentados tanto con los egipcios como con los israelitas. Los filisteos fueron quienes sobornaron a Dalila para enterarse del secreto de la fuerza extraordinaria de Sansón y, tras haberlo hecho, quienes le cortaron el pelo mientras dormía. Goliat, el gigante que fue derrotado por David, era también un filisteo. Por eso la palabra se usa a veces para hacer referencia a una persona de gran estatura y corpulencia. Pero hay otro significado de filisteo, más interesante que el anterior, que tiene que ver no con cualidades físicas, sino morales. La Real Academia define filisteo, en este segundo sentido, como una persona "de espíritu vulgar, de escasos conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria". Es una definición que, en mi opinión, no capta el significado profundo de esta palabra, porque filisteo no quiere decir simplemente ignorante. Un filisteo es un ignorante, sí, pero curiosamente es un tipo de ignorante que puede saber o conocer muchas cosas: es una persona engreída, llena de sí misma, que además es hostil hacia toda forma de comportamiento desinteresado. Antoni Domènech, filósofo español recientemente fallecido, explica de forma espléndida qué es un filisteo. Filisteo, dice, es quien se resiste a valorar las cosas por sí mismas, concibiéndolas siempre como instrumentos para lograr otros fines.
Los fariseos, por su parte, fueron un movimiento religioso y político dentro del pueblo judío. Son muy conocidas las críticas de Jesús a los fariseos, ante las cuales estos se arrancaron su propia vestimenta, se rasgaron las vestiduras. De ahí que aún hoy sigamos usando esta última expresión para hablar de una indignación fingida o exagerada. Y de ahí que fariseo sea sinónimo de hipócrita. Un fariseo es aquel que finge una cosa contraria a la que realmente cree o experimenta. Yo me voy a centrar en un tipo muy concreto de fariseísmo, que afecta principalmente a aquellos a quienes Nietzsche llama los doctos, los sabios que cultivan el "inmaculado conocimiento". La hipocresía de estos sabios consiste en que se presentan a sí mismos como puros, como no involucrados en asuntos terrenales, pero hacen esto no desde la inocencia, sino para beneficiarse ellos mismos. Hacen gala de su justicia, y de su desapego hacia todo aquello que no sea elevado, pero en el fondo están sumergidos más que nadie en las aguas heladas del cálculo egoísta.
He traído a colación a los filisteos y a los fariseos como una excusa para hablar de dos de las tribus más numerosas de entre las que habitan actualmente en nuestras universidades. Por un lado, los filisteos universitarios están convencidos de que solo es deseable el conocimiento que "sirve para algo". Ignoran el valor que el estudio de la realidad tiene por sí mismo, concibiéndolo como un simple instrumento para lograr determinados objetivos. En la actualidad, estos fines externos tienen que ver, sobre todo, con las demandas del mercado laboral. El principal defecto de esta postura es olvidar que el mero deseo de satisfacer la curiosidad es, como ya sostenía Aristóteles, uno de los impulsos más potentes que mueven el conocimiento humano. Es olvidar, en definitiva, que no hay nada más inútil que la búsqueda obsesiva de la utilidad. Algunas de las consecuencias más perniciosas de este filisteísmo académico son el arrinconamiento de las humanidades, la subordinación de la investigación básica a la aplicada o la creciente burocratización de la universidad, pero podrían citarse otros ejemplos. Por decirlo muy brevemente, debería hacernos reflexionar el hecho de que muchos gigantes del pensamiento que en el pasado desarrollaron su actividad en la universidad no estarían en grado de cumplir con los criterios que se exigen hoy en día a los profesores jóvenes para acreditarse.
En cualquier caso, me parece que por evitar ser filisteos no deberíamos convertirnos en fariseos: sería hipócrita y poco realista defender una universidad pura, alejada de la sociedad, aislada en su torre de marfil. Sin olvidarnos del carácter antifilisteo o del valor intrínseco de la enseñanza superior, creo que debemos preguntarnos, además, qué objetivos externos deben servirle de guía. Tal vez una buena brújula con la que orientarnos sea distinguir entre los fines que están al servicio del mercado y aquellos que están al servicio de la ciudadanía. ¿Queremos la universidad para formar capital humano o la queremos para formar mejores ciudadanos? Creo que si nos planteamos seriamente esta pregunta e intentamos darle una respuesta estaremos más cerca de tener una universidad digna, menos precaria, y a su vez verdaderamente conectada a los problemas de nuestro tiempo. Una universidad, en fin, que contribuya a crear las condiciones de una vida en libertad.
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