Hay un breve y estremecedor cuento de Georg Büchner que refleja el drama de la condición humana en un mundo de soledad e incomunicación: "Érase una vez un niño pobre que no tenía padre ni madre. Ambos habían muerto y no había nadie más en el mundo. Todo esto estaba muerto. Entonces el niño se puso en camino y buscó día y noche. Como no había nadie más sobre la Tierra, quiso ir al cielo, y la luna le miraba cariñosa. Cuando por fin llegó a la luna, esta no era más que un trozo de madera podrida. Entonces se fue al sol, y cuando llegó, este no era más que un girasol marchito. Cuando llegó a las estrellas, no eran más que pequeños mosquitos dorados que estaban sujetados con alfileres. Cuando quiso volver a la Tierra, esta era un jarrón volcado. Y el niño se sentó allí, se puso a llorar y todavía está allí sentado solo, completamente solo".
Esta imagen desgarradora permite establecer un paralelismo metafórico con el personaje de Arthur Fleck, el protagonista de la última y exitosa película de Todd Phillips, Joker. Fleck es un ser humano insignificante, un payaso de alquiler a tiempo parcial que pierde su derecho a medicación y asistencia clínica gratuita por recortes de austeridad, se queda sin trabajo y carece de contactos significativos, excepto el de una madre enferma que atraviesa penurias económicas. Los únicos momentos efímeros de felicidad de Arthur consisten en hacer reír a los niños y mirar la televisión en compañía de su madre. Abandonado a su suerte por el Estado, olvidado por la sociedad y víctima habitual de un trato denigrante por parte de sus semejantes, se queda solo para afrontar sus problemas sociales y de salud mental. "Durante toda mi vida ni siquiera sabía si realmente existía", afirma en una escena en la que escupe una crítica a un sistema insensible al sufrimiento de colectivos no normativos a los que convierte en invisibles y desechables: locos, mendigos, desempleados, sin papeles, prostitutas, travestis, etc. La criminalización y, en el mejor de los casos, la medicalización son las principales estrategias de la política neoliberal que viene dominando las sociedades occidentales a lo largo de los últimos cuarenta años. Como dice Boaventura de Sousa Santos: "La terapia permite que individuos solitarios no se sientan solos. Forman parte de comunidades imaginadas de consumidores de ansiolíticos, de alcohol, de drogas, de medicinas alternativas, de meditación".
Despojado de su humanidad y solo en el mundo, Arthur no tiene nada que perder. Comienza a poner en duda la competencia y las verdaderas intenciones del statu quo. Una duda que estalla en forma de rabia y que denuncia en la televisión el hartazgo de un sistema que decide unilateralmente "lo que está bien y lo que está mal". Al final, impulsa un movimiento de multitudes callejeras igualmente marginadas que siembran el caos y desconfían de las élites políticas, los banqueros, los medios de comunicación y de casi todas las estructuras tradicionales de poder.
Sin embargo, es imposible ver la película únicamente como una condena de la austeridad y la corrupción. El personaje de Arthur Fleck no es un mero payaso que se amotina contra los ricos y exige el fin de sus abusos. Tampoco es un psicópata que encarna el impulso del odio y la venganza gratuita. Es un ser humano que exige que el sistema reconozca al menos su existencia, que tome en serio la vida humana que desprecia y humilla. Una vida que solo es reconocida por ese movimiento de masas que canaliza la rabia de los pobres, los enfermos y los oprimidos, de quienes se sienten invisibles.
Las principales verdades que la película deja al descubierto son que nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestros dramas y conflictos casi siempre están directamente relacionados con los valores dominantes de la sociedad y los poderes que nos gobiernan, que la violencia (en este caso la ejercida por el sistema) genera violencia y que el imperativo de la felicidad en una sociedad competitiva, individualista y rapaz es un mito alienante. Pero si hay un mensaje que destaca es que perder la cabeza en una sociedad igualmente enloquecida es una reacción comprensible e incluso lógica. ¿Será que, como escribió Lewis Carroll, "aquí todos estamos locos", pero en verdad solo unos pocos son los que tienen el coraje de utilizar su locura para denunciar la política de la locura vigente? Cuando Arthur, maquillado con cara de payaso, pronuncia en el programa de Murray Franklin un discurso en el que carga contra la política neoliberal de la locura, la exhibición pública del loco funciona como una crítica de lo instituido, como una ruptura simbólica con el orden supuestamente sano y racional: "¿Qué obtienes cuando cruzas a un enfermo mental solitario con una sociedad que lo abandona y lo trata como basura?"
Hay quienes han puesto el grito en el cielo argumentando que la película establece una conexión peligrosa entre enfermedades mentales y violencia, que hace apología de la venganza y puede inspirar a las personas a imitar las acciones del protagonista. Me parece mucho más incendiaria y amenazadora para la convivencia pacífica la reaparición de discursos fascistoides que arraigan en las instituciones y las sociedades occidentales. El discurso televisivo de Joker no justifica ni supone necesariamente una invitación a la violencia. Lo que hace es ampliar las posibilidades de debate y reflexión, decir verdades incómodas y mostrar la interferencia de los invisibles y marginados en la vida pública y los entresijos del poder. En cualquier caso, habría que preguntarse con qué rompe, a quién ofende y cuál es la importancia de su discurso como ejercicio de crítica y resistencia. Tal vez, lo que está haciendo el director de Joker es reivindicar el "derecho al delirio" del que habla Eduardo Galeano. Delirio entendido no como expresión de irracionalidad, sino como discurso libre y crítico frente al poder que enloquece y silencia.
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