Dominio público

Impedir que la gente piense: la política de la derecha ante la pandemia y el imperativo de defender y fortalecer lo público

Carlos Frade

profesor de sociología, Universidad de Salford, Manchester (Reino Unido)

El líder del PP, Pablo Casado, interviene en la primera sesión de control al Gobierno desde que se declaró el estado de alarma. EFE/Ballesteros
El líder del PP, Pablo Casado, interviene en la primera sesión de control al Gobierno desde que se declaró el estado de alarma. EFE/Ballesteros

Porque, parafraseando a Immanuel Kant, no hay dignidad posible sin lo público, sino sólo precio y servidumbre; si no lo puedes pagar, mala suerte, porque te van a dejar morir. Y si los que se creen amos y los ricachones, en una donación ‘caritativa’, pretender salvarte la vida, tampoco te creas afortunado, pues vas a vivir, si por azar te salvas, con tu servidumbre redoblada y ellos con su dominación reconocida.

Evitar por todos los medios que la gente pueda pensar, pues si piensa no necesita ni reconoce amos ni señores: esa es la política de la derecha (es decir, de las fuerzas políticas que representan y defienden a la burguesía, y a las capas más oligárquicas con mayor empeño) en todo tiempo y lugar, en periodos normales y en momentos de crisis – solo que en tiempos de crisis esa política se intensifica y se hace mucho más visible. Además, y esto extremadamente revelador como veremos con todo detalle, esa política varía notablemente en cuanto al método en función de si la derecha está en la oposición (caso de España) o en el gobierno (caso del Reino Unido).

¿Por qué está la derecha tan nerviosa y tan acelerada, como si fuera a pilas (en España), y tan vacilante y zigzagueante, ellos, los que fanfarroneaban de doblegar, o al menos acosar, al mundo (en el Reino Unido)? La razón estriba en que efectivamente la derecha se ha encontrado con un problema, pues la pandemia derrumba de repente las pantallas de ocultamiento propias de los tiempos normales y fuerza a todo el mundo a ver y a vivir en sus propias carnes las consecuencias mortíferas de la política criminal que han practicado con la sanidad y los servicios públicos, sobre todo en la última década; además, obliga a darse cuenta de verdad, al menos por un instante, de la importancia absolutamente vital de lo público, es decir, de lo que es de todas y todos, en igual medida y sin excepción, y no una concesión o una ayuda de nadie; es más, la existencia de lo público, su sentido mismo, reside precisamente en ser la garantía de que nadie, ni individuo ni institución, pueda arrogarse la potestad de conceder o denegar nada de lo común que nos constituye como sociedad a nadie.

Éste es el punto crucial: el fogonazo que ilumina el valor irrenunciable de lo público. Es también el mejor momento para hacer hincapié en que el capitalismo no está en crisis. Es la burguesía capitalista la que tiene un constipado, aunque bastante molesto y potencialmente peligroso (de ahí el nerviosismo y los titubeos de sus servidores, los burócratas de la dominación) si esa posibilidad que la pandemia ha dejado entrever llega a articularse en una disyuntiva clara y de indudable interés político entre, por un lado, lo público y todo lo que conlleva en cuanto a solidaridad mutua, sororidad y fraternidad, y, por otro, la limosna o las donaciones ‘caritativas’ y todo lo que conllevan en cuanto a dominación, desigualdades brutales e individualismo necio.

Para que eso ocurra hace falta claridad sobre lo que pasa políticamente, y orientación sobre el modo de actuar en esta coyuntura. Este artículo es una contribución a esa labor de clarificación y orientación, y esto precisamente en el momento en que los dirigentes de la derecha y toda la gigantesca industria de defensa de la riqueza con la que trabajan están afanándose al máximo para ocultar, obscurecer, confundir y desorientar. La tarea que las fuerzas políticas emancipadoras (o progresistas, si se quiere) tienen por delante requiere no solamente sostener el fogonazo sobre la decisiva importancia de lo público, sino hacer ver la necesidad absolutamente imperativa de dar un paso más, el decisivo, y protegerlo y defenderlo activamente como el tesoro más preciado de la vida colectiva, al menos de una vida colectiva digna, en el sentido Kantiano de dignidad, como reza el epígrafe al comienzo del artículo.

Lo que la pandemia revela y la reacción instintiva de la derecha para ocultarlo, crear confusión e intoxicar

La pandemia del coronavirus expone a la vista de todos la política criminal de la derecha (a veces aplicada, e incluso en algún caso definitivamente asumida, por el centro-izquierda parlamentario) consistente en desmantelar la sanidad pública, ahogarla presupuestariamente y desprestigiarla (las dos cosas se refuerzan mutuamente), y finalmente apropiársela (‘privatizar’) para su beneficio privado. La expansión de la pandemia ha puesto de manifiesto unos países sumamente debilitados (España y el Reino Unido están entre los más debilitados de Europa con diferencia), faltos de personal sanitario y del equipamiento más básico para al menos moderar su brutal impacto. Y es en este mismo momento cuando, de súbito, esas cifras de recortes brutales que hasta hace poco tenían quizás un significado esencialmente técnico-contable (ver por ejemplo, esto, y también esto), adquieren un sentido real: nos dejan sin palabras y, mientras asistimos al horrible parte diario del número de muertos, nos fuerzan a preguntarnos: ¿cómo es posible que hayamos tolerado esta política criminal? Una pregunta ésta que nos deja perplejos y de nuevo nos hace enmudecer, lo cual es la mejor indicación de que nos aproximamos a lo real.

Pero la derecha sabe qué hacer en situaciones así, no necesita ni pensarlo, pues actúa por instinto: el instinto del propietario y amo, el que considera el país como su propiedad y trata a los habitantes como sus siervos, los cuales deben obviamente someterse sin pensarlo. Ese instinto, el instinto del que ve peligrar la dominación, se lanza inmediatamente a tapar el espacio-grieta que abre la tragedia del coronavirus para así ocultar su responsabilidad y evitar que nada cambie. Lo primero es imposible, pero lo que importa de verdad es evitar que nada cambie, un propósito par el cual el instinto dicta la reacción: obscurecer el pasado e intoxicar el presente para hacerlos ininteligibles. Para llevar esto a cabo la derecha tiene dos métodos diferentes, en verdad opuestos, a los que recurrir dependiendo de si está en la oposición (España) o en el gobierno (Reino Unido). Y la comparación entre estos métodos es tan reveladora e instructiva como necesaria – esto sin olvidar el objetivo final común al que ambos métodos sirven: mantener la dominación.

Método de la división agravante en contra del gobierno – para ser usado sólo cuando se está en la oposición: caso de España

Este método consiste, en primer lugar, en intoxicar la esfera pública con fango verbal: ‘palabras fango’ (‘venezuela’, ‘ETA’, que sigue estando en los primeros puestos, poco importa que haya desaparecido, y Pablo Casado, presidente del PP, es un profuso utilizador de este espantajo, la última vez en la sesión del congreso para extender el confinamiento) y ‘expresiones fango’ (como ‘gobierno bolivariano’ y otros sinsentidos semejantes) lanzadas contra el gobierno. Se trata de monstruosidades verbales ininteligibles utilizadas contra el rival político a fin de reducirlo a esa cosa aberrante y anómala; su uso marca expresamente la negativa a situarse en el ámbito de la razón y el entendimiento. Todo esto tiene lugar, segundo, en medio de acusaciones absolutamente increíbles contra el gobierno acompañadas de afirmaciones sobreactuadas de lealtad igual de creíbles, contradicciones descaradas (acusan al gobierno, hoy de ‘parapetarse en la ciencia’, mañana de ‘anteponer la ideología a la ciencia’), y negaciones de lo más evidente y palpable. No hace falta decir que, en estas condiciones, la esfera pública se vuelve en gran medida una ciénaga en la que reina el sinsentido, la confusión y la desorientación – en fin, el terreno ideal cuando de lo que se trata es de tapar y ocultar. Y si no se puede tapar, pues entonces negar, negar lo que haga falta.

Y, efectivamente, a Casado le faltó tiempo para, con la típica desfachatez infinita de la derecha, negar que el PP haya hecho recortes en la sanidad, e incluso quejarse de que "se intenten dar datos falsos" sobre los recortes, cuando, uno, las imágenes que lo prueban son de ellos mismos fanfarroneando de ello cuando lo hacían, y, dos, los datos que lo muestran son oficiales. Esto es tan patético como si Casado nos dijera: ‘No es verdad que yo sea Pablo Casado, no me llaméis así, mentirosos, ya está bien de fake news y de dar información falsa sobre que si yo soy presidente del PP’. Grotesco; sin embargo, los dirigentes de la derecha lo hacen sin inmutarse.

Los ejemplos podrían multiplicarse ad infinitum. Añadamos solamente que la misma desvergüenza perenne de los burócratas de la dominación subyace al doble y contradictorio discurso del PP en relación con su actitud hacia el gobierno. La pregunta es obligada: ¿por qué el PP pone tanto empeño en mostrar la lealtad que no tiene a un gobierno que no la merece, puesto que, según el propio PP, es un gobierno desleal, cómplice de la tragedia y responsable de muchos de los fallecidos?

Método de la unión asfixiante en torno al gobierno – para ser usado sólo cuando se está en el gobierno: caso del Reino Unido

Desde el gobierno las cosas son muy diferentes. Tan diferentes que se puede decir que la derecha en el Reino Unido ha campado a sus anchas, que son gigantescas, sobre todo durante las primeras semanas de la crisis, la etapa, bien conocida ahora en todo el mundo, de la ‘inmunidad de grupo’ – una etapa que desafortunadamente no parece haberse cerrado, pues todo apunta a que la inmunidad de grupo sigue siendo el desgraciado enfoque del gobierno de Boris Johnson. Esto aumenta el miedo de la gente, pues la ‘inmunidad de grupo’ (propagación supuestamente ‘controlada’ del virus) es un enfoque totalmente equivocado científicamente para atajar la pandemia y minimizar las muertes. Lo cual plantea la siguiente alternativa: o bien el gobierno de Boris Johnson es incompetente, o bien es inmoral pues sacrifica miles de vidas (las estimaciones oscilan entre el cuarto y el medio millón de muertos) a algún dios no declarado pero bien conocido, o bien – y al final esto parece lo más probable – combina diferentes dosis de ambas cosas.

A esto hay que añadir la confusión creada por un gobierno que titubea, cae en contradicciones y es incapaz de dar cuenta de lo que hace – incluso parte de la prensa más favorable al gobierno, temerosa de que el enfado de la gente se vuelva en su contra, lo ha criticado acerbamente, reprochándole ‘exceso de verborrea y confusión’. No es difícil ver que esto es un síntoma de algo más profundo y preocupante: de un gobierno básicamente perdido cuando se tiene que salir del guión trazado de antemano e incompetente para lidiar con lo imprevisto – características éstas que parecen chocar, en apariencia, con la actitud chulesca del repartidor de bravatas, faroles y humo en forma de buenos augurios que era la marca registrada del gobierno del brexit.

Para campar a sus anchas y generar una atmósfera uniforme y asfixiante de unidad hacen falta varias cosas. En primer lugar está la NHS (Servicio Nacional de Salud), la sanidad pública británica, la auténtica joya de la corona (y nunca mejor dicho), pues no hay cosa colectiva por la que los y las británicas profesen más amor, ni nada que las una más, que la NHS. Hacer creer a la gente que el gobierno defiende la NHS, lo que incluye borrar de su memoria un largo pasado de ataques brutales y un pasado reciente de austeridad letal, es un requisito imprescindible para crear cualquier atisbo de unidad. Pues bien, el rótulo con la inscripción ‘protege la NHS’, bien visible para el espectador, aparece todos los días en las ruedas de prensa del gobierno y en otros muchos carteles publicitarios. Sin embargo, la NHS, como todo el mundo sabe, estuvo en la mesa de negociaciones de los acuerdos de ‘libre’ comercio con EE. UU., es decir, está a la venta, y nadie puede dudar de que volverá a esa mesa – cinismo supremo del gobierno que, administrado a diario a los británicos a través de sus monitores, parece conseguir de momento el efecto buscado de aplacar a la gente y desactivarla políticamente.

Para esta labor el gobierno también cuenta con la ayuda inestimable de la prensa del odio (no sólo los ‘tabloides’), parte central de la industria de defensa de la riqueza cuya labor diaria consiste en esparcir culpa y odio horizontalmente entre la gente, para lo cual ofrecen personas particulares de entre esa misma gente como chivos expiatorios (en España la prensa del odio ofrece al gobierno para lo mismo). Es así como hace ininteligibles los problemas, pues los individualiza y desvía la atención de las instituciones, y evita que la culpa y el enfado se dirijan verticalmente hacia arriba, hacia el gobierno y los poderosos (todo lo cual aparece multiplicado exponencialmente en las redes sociales).

Otro aspecto fundamental en este intento de forzar una imagen de unidad estriba en descalificar y tratar de acallar las críticas, sobre todo las razonables y bien fundadas, y con especial empeño cuando se trata de voces significadas de políticos, columnistas de prensa o activistas. ‘No metas la política en esto’ o ‘no politices la crisis’ es la acusación más socorrida contra las voces discrepantes. Se trata de la acusación sintomática por excelencia, pues revela cosas fundamentales del que acusa, sobre todo sus temores, a la vez que pretende ocultar aspectos igualmente fundamentales del fenómeno en cuestión, sobre todo la naturaleza intrínsicamente política de las pandemias. En efecto, el carácter ‘brutalmente’ político de la pandemia del coronavirus se pone de manifiesto desde el principio mismo, desde las primeras decisiones sobre, primero, reconocerla, o al menos no negarla, o por el contrario negarla al principio y después, pues el negacionismo se despliega en varias etapas – no hace falta nombrar a los gobiernos y presidentes descerebrados que tanto abundan en nuestro mundo; pero sí que conviene recordar que las pandemias son especialmente peligrosas para los gobernantes autoritarios, tanto más peligrosas cuanto más autoritarios. Segundo: afrontarla mediante la propagación – supuestamente – controlada, es decir, el enfoque ‘inmunidad de grupo’ o mediante la máxima contención posible. Estas opciones es lo que trata de ocultar la acusación de politizar la pandemia. Y lo que revela es bastante obvio: el temor profundo del que acusa a que, precisamente debido al carácter fundamentalmente político de los pasos que se dan para afrontar la pandemia, se ponga de manifiesto su incompetencia, incluyendo la incompetencia cultivada (esa, por ejemplo, del desprecio a la ciencia) o la cerrazón ideológica.

Finalmente, el broche de oro a esta lógica unificadora asfixiante lo puso el discurso de la reina, que no ha dudado en utilizar las profundas emociones provocadas por la pandemia para tratar de confeccionar un sentimiento nacionalista, haciéndole así un gran favor (el enésimo) a la derecha, a la corona y al gobierno.

La disyuntiva planteada es clara: O bien lo público, o bien la donación ‘caritativa’

Esa es la sola disyuntiva, no hay otra. Pero se puede decir de muchas maneras: O bien dignidad, o bien limosna. Y también: O libertad, o servidumbre. Uno tiene que elegir ahora y asumir las consecuencias, porque la derecha lo tiene claro desde hace muchos años, en realidad siglos, pues constituye la esencia misma del sistema de dominación llamado con una cierta exageración ‘liberal’ (pues liberal es, pero sólo con el capital).

Esa es la razón por la que los dirigentes de la derecha en España están tan agitados elogiando al ‘sector privado’ y denunciando a voz en grito cualquier mención de ‘lo público’ como si fuera un crimen o una ideología. Alguien que se prodiga en esta actividad es Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz parlamentaria del PP, para la cual el hecho de que el gobierno hable de la necesidad de reforzar lo público es un intento de imponer ‘soluciones claramente ideológicas y políticas’. Y mientras los que se dedican a hablar siguen ocupados en decir ‘n'importe quoi’ (lo que sea, sinsentidos), por expresarlo à la francesa, la que ha sido capaz de articular una operación consistente es la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, la cual no ha parado de anunciar una ‘gran donación’ tras otra, prácticamente cada día, de bancos, empresas y ricachones. En verdad Díaz Ayuso es una auténtica activista del régimen ‘liberal’: ha conseguido ‘8,5 millones en donaciones’ (desgravan al 35%), y preside una Comunidad que ‘perdona más de mil millones en impuestos a los ricos’.

Uno diría que Ayuso es una alumna aplicada del padre del régimen ‘liberal’ moderno, Adam Smith, famoso autor de La Riqueza de las Naciones, que fue quien puso la ‘caridad’ en su sitio, por así decir – pero él hablaba de ‘benevolencia’, pues caridad tiene unas connotaciones de relación fraternal (claro, es una práctica cristiana) que le parecían contrarias al sistema liberal-capitalista que defendía. La benevolencia es una cualidad individual que consiste en dar sin recibir nada a cambio, ‘por la cara’, o eso creía Smith (dar limosna, por ejemplo), y de forma voluntaria (no puede imponerse). Ahora bien, para entender el papel de la benevolencia hay que situarla en relación con la justicia, nada menos, que para Smith se reduce a lo que los clásicos denominaban ‘justicia conmutativa’, es decir, meramente mercantil o contractual, que regula los intercambios entre particulares. Smith no podía ver ni en pintura la justicia distributiva, la cual efectivamente es lo real, es decir, lo imposible del capitalismo, y cuyo rechazo justifica la existencia y los afanes del liberalismo.

Pero hay más, pues la justicia smithiana no se limita a eliminar cualquier idea de deber, sino que se fundamenta positivamente en dejar el deber al margen. Actuar justamente para Smith no tiene nada que ver con hacer el bien, sino que (cito) ‘sólo nos impide hacer daño a nuestros vecinos’, lo cual supone una gran rebaja de las exigencias morales cristianas o simplemente humanas – de ahí que esté justificado decir a los muchos defensores de este régimen que a menudo presumen de ser cristianos que lo suyo es un cristianismo de rebajas. Parcial o no, esta justicia es esencial para la existencia de la sociedad según Smith, de ahí que su observancia sea impuesta por el estado, mientras que la benevolencia no es esencial, sino sólo un ornamento del que se puede prescindir – y esto a pesar de que Smith deja a la gente común y a los pobres al cuidado de la benevolencia.

Smith sufre aquí un lapsus de consideración, pues los que pueden practicar la benevolencia, es decir, los ricos, no se conforman en modo alguno con ser ricos y mandar, sino que quieren que creamos que, si es así, la razón estriba en que son los mejores, los más capaces y por tanto los legítimos mandamases. Y el precio que tienen que pagar por ese reconocimiento consiste en ser benévolos, esto es, dar limosnas o hacer ‘gestos solidarios’. Contrariamente a lo que pudiera parecer, no es un precio bajo en absoluto, porque en realidad es una servidumbre – la primera servidumbre, la del que desea dominar y nos quiere vender gato (dinero, riqueza) por liebre (virtudes y excelencia personal), la cual es también la primera corrupción, que luego esparcen por toda la sociedad. Además, se trata de una servidumbre absolutamente necesaria, y no hay poder real, es decir, duradero o dominación que pueda sostenerse sin apoyarse también en un cierto consentimiento, al menos tácito, y por tanto en una cierta corrupción, al menos inducida.

De ahí el ajetreo que estamos observando durante el confinamiento, tanto en España como en el Reino Unido, con donaciones anunciadas a golpe de corneta mediática prácticamente a diario. En ambos países hemos podido ver cuan necesitados de reconocimiento están las celebridades o los famosos; conscientes de que su papel es hacer el idiota (idiota en el sentido original estricto), se apuntan a toda ocasión que se presente de salir de la idiotez y así ganar reconocimiento. No sabemos si obtienen esto último, pero lo que es prácticamente seguro es que, al hacerlo, introducen la idiotez en los asuntos públicos – éste es sin duda el mejor servicio que las celebridades prestan al régimen corrupto o servil en que vivimos, de ahí que éste los erija en sus emblemas.

Los aplausos: qué aplaudimos y a qué sirven los aplausos

Exactamente esto es lo que hemos podido ver en el Reino Unido con los aplausos, que fueron cooptados desde el principio mismo y se convirtieron, independientemente de los sentimientos y deseos de la gente, en aplausos al status quo. Es muy triste tener que decir esto, pero es necesario hacerlo. Quizás ayude a entenderlo si añado que yo también salgo a mi ventana en Edimburgo a aplaudir cada jueves (aquí no son diarios), y también me emociono al ver a los vecinos y sentir que compartimos algo importante – algo que, además, sabemos que da ánimos al personal sanitario que está en primera línea jugándose la vida.

El problema está en la emocionalidad amorfa y básicamente gregaria promovida de forma rutinaria por el sistema con sus devastadores poderes mediáticos para desviar la atención de las estructuras e instituciones que han diezmado y debilitado (por ejemplo, las sanitarias), y tapar su responsabilidad directa en estos desastres. Se trata de una emocionalidad sin pensamiento, huérfana de ideas, y por eso mismo dominada por emociones pasivas y tristes como el miedo, la esperanza y los buenos deseos que nos debilitan mientras nos hacen creer que nos fortalecen. En resumen: es una emocionalidad reforzadora del sistema y los desastres que nos afectan, y un enorme impedimento para evitar esos desastres en el futuro. La campaña británica de aplausos ejemplifica esto a la perfección, empezando por el nombre, ‘aplauso por nuestros cuidadores’ (clap for our carers), que focaliza la cuestión en las personas individuales, pero oculta las condiciones institucionales extremadamente precarias en que trabajan; que trata de encumbrar a los sanitarios como héroes, pero sin pensar mucho en esos héroes y heroínas y en porqué necesitamos su heroísmo. ¿Y quién puede ser tan desagradecido como para negar su heroicidad? Bueno, pues el gobierno y los ‘managers’ de la sanidad, esos que han presidido y ‘gestionado’ la devastación de la sanidad pública: Los profesionales sanitarios están siendo silenciados y amenazados con castigos por hablar públicamente sobre su trabajo durante el estallido del coronavirus (un caso similar de acoso y amenazas a un enfermero que criticó los recortes ocurrió en la Comunidad de Madrid, gobernada por la derecha). Lo que cuenta está claro: tapar a toda costa las condiciones terribles en que han dejado la sanidad pública, si hace falta a costa de amordazar a ‘nuestros cuidadores’. Pues bien, la pregunta es obligada: ¿queremos aplaudir a estos héroes de paja y sin voz que utilizan como señuelos contra la gente, o a los trabajadores sanitarios de carne y hueso, con don de la palabra y sentido heroico de su profesión que se juegan la vida cada día como si no hubiera un mañana?

Los aplausos en España han sido muy diferentes, pues partieron de una iniciativa popular, sin celebridades, que directa o indirectamente retomaba un pasado impresionante de luchas por la sanidad pública (la Marea Blanca, parte de una lucha más amplia y colorida por todo lo público cuyo nombre es Las Mareas). El impulso inmediato y predominante, sin ser homogéneo (el himno se pudo escuchar en barrios ricos), fue y es la defensa de la sanidad pública, lo que conlleva la defensa de los trabajadores sanitarios – de hecho ha habido propuestas de sindicatos para mejorar de verdad sus condiciones laborales, lo cual es lógico teniendo en cuenta que el sector ha sido enormemente precarizado. Se trata por tanto de una campaña no sólo con pasado, sino también con ideas de futuro y con un presente, al menos en parte, reivindicativo – en resumen: con contenidos y bastante ajena a la emocionalidad amorfa. Otro aspecto crucial es que, casi desde el principio, los aplausos se extendieron (en parte también en el Reino Unido) a todos los cientos de miles de trabajadoras y trabajadores (repartidoras, mensajeros, farmacéuticas, reponedores, cajeros, transportistas, etc.) que, en jornadas agotadoras y arriesgando también sus vidas, hacen posible que los que estamos confinados podamos comer y tener servicios básicos – en caso de que olvidemos: son el corazón de la clase obrera y por tanto de la sociedad; sin embargo tiene un empleo precario, a menudo basura total, y sin reconocimiento social.

Cuando todo esto empiece a pasar: el momento de las confinadas y confinados

Una vez que esto empiece a pasar, somos las que ahora hemos estado confinadas y siguiendo la terrible lucha desde nuestras casas (ya sea en España, en el Reino Unido, en China o en Brasil. No importa el continente ni el país en que estén esas casas) las que tenemos que tomar el relevo para una triple tarea: primero, para que la labor extraordinaria que están haciendo las que están en primera línea sea reconocida debidamente y no se quede en homenajes estériles llenos de palabras huecas; segundo, para que los que se han ido sean despedidos y recordados debidamente y no sean utilizados para lo que los muertos son siempre utilizados por los servidores de la dominación: para amordazar a los vivos, pues servir la dominación significa servir la muerte; y tercero, para que los que vengan después de nosotras nunca vuelvan a encontrarse ni toleren lo que nosotros hemos tolerado: que lo público en general y la sanidad pública en particular sean desarmados, diezmados y pisoteados.

En realidad, esas tres tareas se reducen una sola: reconstruir y fortalecer lo público, lo cual incluye (pero no se limita a) una sanidad pública robusta, por supuesto totalmente universal y no sometida a, ni por tanto corrompida por, la farmaindustria y la privada - ¿que no se puede? Los británicos construyeron so ‘joya de la corona’ en un país devastado por la guerra, victorioso, afortunadamente, pero destruido. Una única tarea, pero con tres significados distintos si bien profundamente complementarios: primero, construir una sanidad pública sólida a todos los niveles es el único homenaje real, substantivo a los que se han jugado la vida en primera línea. Segundo, asegurarse de que, si por desgracia otra tragedia vuelve a ocurrir en el futuro, podamos tener y disponer de todos los medios humanos, organizacionales y técnicos posibles para que no ocurran muertes evitables – esto, que no vuelva a ocurrir ni una sola muerte evitable, es lo único que puede constituir un homenaje real, substantivo a los que se han ido. Finalmente, ¿qué mejor legado a los que vengan después que una sociedad en la que lo público, lo común, sea respetado de verdad y protegido como lo mas valioso de la vida colectiva que nos constituye como sociedad? Esto requiere una labor enorme de educación política mutua, pues el respeto es un valor desconocido en un sistema que sólo sabe someterse al dinero y la riqueza.

Pero es necesario actuar ya, y hacerlo con firmeza si queremos una vida libre y digna. Porque a la derecha le ha faltado tiempo para, como diligentes servidores de la dominación, invocar a los muertos contra los vivos, mostrando así el respeto que tiene por ambos, los muertos y los vivos. ‘Banderas a media asta’, han gritado inmediatamente, y ‘luto oficial’, continúan gritando, pero contra el gobierno, no porque les duelan los muertos – exactamente igual que no han tenido escrúpulos en erigirse en portavoces de las familias y narradores de su sufrimiento, no porque les importen las familias y su sufrimiento, sino contra el gobierno y contra todas y todos. Se trata de pura necrofilia, puesta al servicio de la dominación. Y esas banderas y ese luto no son sino las mordazas que la derecha quiere utilizar para acallarnos. No debemos permitírselo.

¡Celebremos la vida de los que se han ido! Y empecemos ya a construir por todo el mundo los puestos avanzados (avant-postes, outposts) necesarios para reconstruir y defender lo público y lo común a todos los niveles, incluyendo el ámbito global – miles de puestos avanzados (de lucha y libertad, de experimentación y vigilancia, de declaraciones y proposiciones), construidos en miles de sitios (en la ciudad y en el campo, en la capital y en la provincia, online y sobre el terreno), y ocupados y defendidos permanentemente.

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