Dominio público

El aula y la calle: notas sobre el movimiento contra el racismo en Gran Bretaña

Sanjay Seth, Francisco Carballo y David Martin

Dirigen el Centro de Estudios Postcoloniales de Goldsmiths, University of London @pococentre

Manifestantes del movimiento Black Lives Matter en unaconcentración en Hyde Park, en el centro de Londres. AFP/DANIEL LEAL-OLIVAS
Manifestantes del movimiento Black Lives Matter en unaconcentración en Hyde Park, en el centro de Londres.
AFP/DANIEL LEAL-OLIVAS

Políticos y editorialistas conservadores se dicen sorprendidos ante la fuerza de las protestas, en Gran Bretaña, después del asesinato de George Floyd en Estados Unidos. La misma élite que suspira por una relación de privilegio con Washington una vez que se finiquite el Brexit, ve con malos ojos que sus ciudadanos imiten la "mala educación norteamericana". Los Británicos dicen, no necesitan indignarse y mucho menos vandalizar el espacio público sino agradecer la armonía racial que priva en los dominios de Isabel II. Nos parece que no debería haber motivos para el estupor. Las miles de personas que se organizan, se manifiestan y, en ocasiones, derriban estatuas, saben cuales son las causas que los empujan a tomar las calles. No emulan acríticamente lo que que sucede al otro lado del Atlántico. Son conscientes de que Gran Bretaña no es Estados Unidos y, en particular, que la población de su país no incluye una considerable minoría que pueda trazar sus orígenes a los días de la esclavitud, o al menos, a esclavos que vivieron en las Islas Británicas. Pero no olvidan que los barcos "negreros" navegaban, a menudo, bajo la bandera de Su Majestad. Allí están los números para demostrarlo:  más de tres millones de personas fueron traficados por comerciantes británicos entre 1551 y 1825. Son conocedores, además,  de que el país alcanzó la prosperidad de la que todavía disfruta gracias, en buena medida, a los beneficios coloniales derivados de su dominio coercitivo y con frecuencia violento sobre súbditos en África, América, Asia y Oceanía.

Los manifestantes advierten que tanto las ciudades bulliciosas como los pueblos bucólicos de la Gran Bretaña están engalanadas por estatuas de esclavistas, acompañadas de placas que los describen como filántropos y "mercaderes de las Indias Occidentales".  Desconfían, con justa razón, de un Estado que celebra a aquellos que administraron tiránicamente  las posesiones de ultramar. Es evidente, además, que apenas se recuerda a las victimas  esclavitud y los expolios coloniales. Si acaso se ensalza a algún hombre blanco, generalmente de las alta cuna, que tuvo el buen tino de atestiguar la aberración moral de la esclavitud. Una nueva hornada de activistas, muchos de ellos por vez primera enganchados a la vida política, se rebela contra el que que podría ser adagio de su nación: "obscuridad del mundo, candil de la casa". Instituciones democráticas y libertades civiles para los suyos,  bayonetas y grilletes para los demás.

Los manifestantes llaman la atención sobre otros hechos difíciles de cuestionar.  Por ejemplo,  el carácter racializado de la inequidad social, el número de negros y asiáticos amedrentado por la policía y encarcelados por el Poder Judicial y la desigualdad en el acceso a la sanidad pública, asunto puesto de relieve por el Covid-19. Bate un muestra: durante los días álgidos de la crisis sanitaria, La tasa de mortalidad entre los hombres negros fue de 256 por cada 100.000 habitantes, para los blancos la cifra llegó a 87 por cada cien mil. No es de extrañar, pues, que en un paisaje urbano propenso a enaltecer a los magnos hombres del Imperio, sea percibido como hostil para una generación de británicos que saben que sus abuelos y bisabuelos fueron sujetos coloniales y que ellos son tratados como ciudadanos de segunda.  Esas estatuas  que hoy causan controversia no sólo recuerdan los triunfos de la pérfida Albión, como diría Pérez Galdós, sino que, para muchos jóvenes, son un símbolo de la violencia colonial y por ende del racismo que anida en las instituciones anglosajonas.

A medida que va conectando acontecimientos históricos aparentemente dispares, el movimiento contra el racismo consigue un alcance más amplio. Repara en que el genocidio de los pueblos indígenas de las Américas y Australia forman parte del mismo lienzo histórico que da lugar a las injusticias recientes contra las que dirigen su lucha. Advierten que los muros con las que Estados Unidos trata de protegerse de América Latina, Europa de África y Asia y la Gran Bretaña del resto del mundo, no separan a los civilizados de los incivilizados, ni a las democracias del despotismo, sino que distancian a los privilegiados de aquellos cuyo trabajo ha sido la fuente de muchos de sus ventajas comparativas.

Al observar las protestas en el Reino Unido y en otros lugares del mundo, uno siente que está observando no sólo un movimiento de masas, sino una revuelta que funciona como una especie de seminario que chisporrotea con desbordante energía intelectual. Los manifestantes, muchos de los cuales apenas  han abandonado la adolescencia son académica y políticamente maduros. Están estableciendo los vínculos entre la historia del colonialismo y el racismo estructural que es su herencia más perdurable. Lo hacen a pesar de que la educación oficial no los equipó para establecer esos vínculos. La calle se ha vuelto su salón de clases porque la escuela, desde los cursos básicos hasta la universidad, les ha fallado.

Los que firmamos éstas líneas hemos pasado un buen número de años en Goldsmiths (parte de la Universidad de Londres) revisando los cursos que coordinamos para que logren, en lo medida de lo posible, ligar los temas a tratar con las luchas contemporáneas. Nos emociona ver la brillantez con la que los estudiantes debaten el racismo,  la historia de la la conquistas, las de ayer y de hoy, y las formas contemporáneas que toma la exclusión.  Más que enseñar, proporcionamos algunas materias primas que permiten a los alumnos dar sentido a su experiencia vivida y traducirla en acción. Con frecuencia, los educandos se han vuelto en nuestros maestros. Un caso notable fue ocupación de la rectoría de la universidad en 2019, cuando los jóvenes militantes  exigieron que la institución y todos lo que allí trabajamos reconociéramos nuestros privilegios y abordáramos, de una buen vez, nuestra complicidad en la reproducción del racismo y la cultura patriarcal que privan en las instituciones de educación superior.

Esto es particularmente significativo, siendo  que los estudiantes suelen llegar a nuestras aulas sin haberse apenas encontrado con la historia del Imperio británico en el curso de su escolarización. En la Gran Bretaña es posible estudiar historia y política pasando de largo la trata de esclavos. Esto los hace más ansiosos por aprender de ese pasado y conectarlo con su presente. No se trata de que la mitad de nuestro alumnado sea negro, asiático o de una minoría étnica; como en el caso de los manifestantes, nuestros alumnos más comprometidos tienen tantas probabilidades de ser blancos como negros o asiáticos.

Los activistas involucrados en esta lucha están estableciendo conexiones, tal como los universitarios, muchos de ellos activos en el movimiento, han estado haciéndolo en el aula desde hace tiempo. Algo quizá más importante: van inventando, sobre la marcha,  una nuevo lenguaje político. Uno que se  rehúsa a separar las razones fácticas de las emociones vívidas. Como académicos pensamos que la universidad y la calle deben estar unidas; los activistas de Black Lives Matter y organizaciones afines están demostrando que esto es así. No nos sorprende, pues, que el asesinato de George Floyd en los Estados Unidos haya inyectado una renovada energía en los movimientos contra el racismo en todo el mundo, y especialmente en el Reino Unido.

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