Ya estamos en Tenerife. Aterrizamos diez minutos antes de lo previsto. Son las 22.40 hora local. En consonancia con nuestro compromiso con la puntualidad, dice el capitán del vuelo. Hay 17 grados en San Cristóbal de La Laguna, disfruten de su estancia en la maravillosa isla de Tenerife. En ningún otro recorrido en avión he escuchado esas palabras. Una bossa nova tímida se arrastra por los altavoces. Me siento aliviada de poder quitar el modo avión y voy derechita a comprobar las reacciones a mi storie de Instagram.
Fue un vuelo pesado, con turbulencias; aparte de eso estuve todo el tiempo amulada, con la sangre rejervida. Todo empezó con una cola larga de gente en cholas, gente con pantalones y faldas floridas, sombreros de punto, unas tremendas maletas y bolsos, que esperaban para entrar en el avión. Dentro de la cabina el aire era caliente, como si alguien estuviera moviendo un soplete de un lado al otro. Busqué mi asiento con los ojos perdidos. Ya casi todos los puestos estaban ocupados. No reconocí mi acento en ninguna de las personas. Gente alemana, inglesa, rusa, pero sobre todo peninsular. 21 B. Revisé tres veces el número en la parte alta de los asientos antes de colocarme en el medio —otra vez en el medio—.
El cuero del sillón me pareció especialmente frío y ripioso. Me levanté para dejar pasar a mi compañera del 21 A, la de la ventana; un rato después llegó el hombre del 21 C, el del pasillo. Alguien estornudó como si fuera un pájaro cantando. 21 C sacó un libro de Eduardo Mendoza de la mochila y una almohada inflable. Me entraron ganas de arrojar, por el calor, por la estrechez de los cuerpos. La señora 21 A tenía dos mastrotres de bolsos sobre las piernas y me los estaba espichando por las costillas. La invité a colocarle uno de ellos en la parte alta pero no quiso. Dijo nah, con un chasquido de la lengua, ni siquiera empleó palabras. Busqué mi libro y lo abrí para empezar a leer. El asiento de delante rebotó, me tembló el cuerpo entero. Se estaban sentando tres mujeres de unos treinta o cuarenta años.
La azafata empezó a hacer la demostración de seguridad. Las mujeres eran opositoras de secundaria, todas peninsulares. Lo supe por la emoción con la que se miraban los apuntes las unas a las otras; y porque hablaban muy alto, también. Intenté concentrarme en el libro y no pude. Me llegaron retales de la conversación. Yo quiero volver a Madrid una temporada. Estoy cansada de Tenerife. Necesito reponer fuerzas. Sabes lo que te digo, ¿no? Ya sabes, es una isla, es lo que tiene. Seguí escuchando pero no quería. Deseé tener los oídos taponados. Estaba segura de dónde iba a dar a parar la conversación. Lo bueno es que si te dan plaza estás trabajando, pero después te vas a la playa, ¿sabes?
La azafata pasó revisando que teníamos el cinturón abrochado. Le peleó a la señora 21 A por tener levantado el reposabrazos. Los días antes, una mujer me dijo que lo malo de trabajar con canarios es que van a su ritmo, no puedes esperar que sean eficaces, hay que tenerles paciencia. Y yo asentí con cara de comprender su problema. Buah, pero yo no podría soportar estar en una isla de las pequeñas, me mataría. No sé, mi sueño es ir a La Palma, el senderismo, ¿sabes? Escuché un análisis minucioso de las ventajas e inconvenientes de vivir en Canarias impartido por una de ellas, que ya llevaba un año viviendo en las islas; así las llamó, como si fueran una cosa intangible, un espejismo. Ojalá que te den plaza, lo único malo son los chavales, que les cuesta un poco más, sabes, ¿no? Di un salto en el asiento. Rápido alargué la mano y viré la ruedita del aire. No había más, estaba a tope. Ya estábamos corriendo por la pista.
Saqué el móvil del bolso, quité el modo avión y puse una frase en una storie de Instagram: "Recordatorio: si vienes a Canarias en estas fechas (de viaje, a teletrabajar...), respeta a las personas que habitamos allí, respeta la tierra, los espacios. No somos un mero decorado de tus vacaciones. No estamos ahí para satisfacer tus deseos". Enchufé los cascos, puse una serie e intenté no escuchar. Sentí un dolor fuerte en la boca del estómago que me duró todo el vuelo. Intenté dormir. En el duermevela vi una imagen, una foto mental que saqué todos estos meses: cientos de turistas eschavetados, danzando por las avenidas de Playa de las Américas, sin mascarilla, yendo de un bar a otro, de un banco a otro, impunes, con las sonrisas abiertas y luminosas, con las caras enrojecidas, borrachos de felicidad y privilegio y cerveza importada directa de sus propios países; borrachos debajo del sol, debajo del último rayo de sol que atraviesa la tarde.
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