Dominio público

Puigdemont, el vodevil de Cerdeña y la política de los jueces

Joaquín Urías

Profesor de Derecho Constitucional, exletrado del Tribunal Constitucional.

Varias personas sostienen retratos del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont durante las fiestas de la Mercé, de Barcelona. EFE/Marta Pérez
Varias personas sostienen retratos del expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont durante las fiestas de la Mercé, de Barcelona. EFE/Marta Pérez

El espectáculo de la detención de Carles Puigdemont en el aeropuerto de Alghero apenas ha dado para llenar los informativos de un día. Sin embargo, tanto desde el punto de vista jurídico como desde el político el suceso ofrece lecturas y lecciones interesantes.

Jurídicamente, el tema ha aparecido ante la opinión pública como un embrollo irresoluble. Puede que haya algo de eso, pero también es verdad que en estos momentos las certezas son mayores que las dudas.

En octubre de 2019, el Tribunal Supremo dictó una orden europea de detención contra Puigdemont y otras cuatro personas. La orden llevó a la detención en Bélgica de otro de los fugados. Sin embargo, un juez belga rechazó la entrega a España del político catalán argumentando entre otras cosas que el Tribunal Supremo no era el órgano competente para juzgarlo y que según informes de organismos internacionales en el procedimiento podrían vulnerarse sus derechos. Ante ello, el juez instructor en el Tribunal Supremo, Pablo Llarena presentó una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Se trata de un procedimiento por el que, básicamente, un juez que está lleva un asunto y tiene dudas de cómo se aplica en él el derecho europeo suspende su tramitación y le pregunta al máximo tribunal de la Unión Europea cómo debe procederse. En concreto, Llarena preguntaba si el país que recibe una euroorden puede discutir la competencia del juez que la emite.

Paralelamente, el Parlamento Europeo admitió el suplicatorio solicitado por la justicia española y levantó la inmunidad que hasta el momento venía disfrutando Carles Puigdemont en su calidad de diputado. Esa medida fue recurrida por el expresidente de la Generalitat ante el Tribunal de la Unión, que dictó una medida cautelar por la que le devolvían ese privilegio que prohíbe su detención en cualquier país de la UE. Sin embargo, en julio pasado el Tribunal General de la Unión Europea revisó su medida y volvió a quitarle la inmunidad. El argumento del órgano judicial europeo era que Puigdemont no corría peligro de ser detenido y enviado a España puesto que el Abogado del Estado español aseguraba que al estar la euroorden pendiente de que se resolviera la cuestión prejudicial ningún juez europeo podía aplicarla.

Esa es la situación cuando Puigdemont sube a un avión rumbo a Italia y en los ordenadores de la policía italiana salta la alarma señalando que hay una euroorden pendiente contra él. En realidad, España nunca dijo que hubiera retirado la orden de detención, simplemente dijo que no era aplicable en espera de la sentencia europea que indique cómo debe hacerse. Así las cosas, parece que aunque las fuerzas del orden entiendan razonablemente que la euroorden está en vigor, los jueces italianos no pueden aplicarla hasta que se resuelva la cuestión prejudicial. Y eso es lo que ha sucedido.

El embrollo, sin embargo, viene del oficio que el juez Llarena se ha apresurado a enviar a Italia señalando no sólo que la orden está activa, sino que la cuestión prejudicial no le afecta y que una vez que haya sentencia ya se verá cómo se tiene que interpretar. Es un disparate porque si, cuando llegue la sentencia europea, Puigdemont ya ha sido entregado a España, da igual cómo se interprete la euroorden. Si se hace como dice el instructor de nuestro Tribunal Supremo, la decisión del Tribunal de la Unión europea se vuelve irrelevante. Este desprecio a la jurisdicción europea, intentando burlarla de la manera más zafia, tiene una lectura más política que jurídica: demuestra una vez más que en España hay jueces que siguen anteponiendo el objetivo de castigar al independentismo y defender la unidad de España al respeto a la Ley y la Constitución. Son casi todos jueces del Supremo nombrados a dedo por un CGPJ controlado por el Partido Popular.  El mismo partido que estos días reclama que se despolitice la justicia, aceptando así que está politizada.

Posiblemente el vodevil de la detención tenga efectos políticos. Puede reforzar la posición del expresidente como actor político necesario en Cataluña e incluso ayudarlo a recuperar la medida cautelar de inmunidad presentándolo ante la opinión pública europea como una víctima de la persecución política española. Eso da alas a JuntsXcat y obstaculiza el progreso de la mesa de diálogo entre los Gobiernos catalán y español.

Al mismo tiempo, vuelve a agitar en la prensa española el fantasma del proces que tanto rédito electoral le dio a la ultraderecha y está en el origen del ascenso de VOX. En principio nada de ello es producto más que de la existencia de una euroorden en suspenso, pero no formalmente suspendida. Sin embargo, el movimiento de Llarena, desafiando y despreciando a los jueces europeos era innecesario a no ser que aceptemos que los jueces politizados pueden hacer política. Y eso es muy poco democrático.

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