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El progresismo necesita una revolución, pero España una reforma

Daniel Vicente Guisado

El progresismo necesita una revolución, pero España una reforma
La ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra; la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau; y la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, conversan a su llegada a unas jornadas informativas sobre la futura ley de vivienda en el Congreso de los Diputados, a 18 de octubre de 2021, en Madrid, (España).- EUROPA PRESS

La producción de pensamiento en ocasiones desborda al propio tiempo político del que parte. La sensación de vivir en un dinamismo que no se corresponde con la realidad es común. Esto ha pasado con los últimos movimientos de la izquierda. Desde que Pablo Iglesias abandonó la política institucional y se instaló el marco sucesor, se ha hablado largo y tendido sobre los próximos pasos del espacio. Llegado a este punto, es hora de abandonar la coyuntura para tomar distancia e iniciar una reflexión: ¿necesita el bloque progresista lo mismo que España?

A dos años justo de las elecciones el debate no es menor. Uno de los males de la inmediatez reside en yuxtaponer anhelos propios y generales. Por ello, es importante discurrir en dos tiempos la cuestión presente. En primer lugar, no cabe duda alguna que el bloque progresista requiere de un estímulo importante. Después de casi una década en la oposición, el cambio de naturaleza política ha desactivado importantes motivaciones entre el electorado. Unos simpatizantes acostumbrados a vivir a la contra deben interiorizar que el tiempo presente requiere templanza y gobernabilidad. Y como sabemos, la motivación de ver a los tuyos gestionando el día a día es significativamente menor que aguardar la toma del Palacio de Invierno.

Hoy el votante progresista promedio se encuentra mucho más dubitativo a la hora de plantearse repetir el voto del 2019 que el votante de derechas. Aunque no haya consenso sobre cómo de significativa es esta desmovilización, sí hay datos interesantes que confirman que se da. Sin embargo, en esta matrioska política hay dos matronas. El PSOE por un lado vive de rentas del pasado y de frutos inmediatos del presente, pero su futuro no es seguro. La formación sobrevivió a la pasokización gracias a su herencia. La identificación política que los simpatizantes tienen con las siglas socialistas es una de las más fuertes del panorama español, y las clases más humildes no abandonaron la formación ni en sus peores momentos. Hoy vive una suerte de luna de miel gracias a su vuelta al poder. Un impulso y una sintonía con el momento que vive Europa con las formaciones socialdemócratas que no habría que interpretar como un cierre de ciclo. El PSOE hoy tiene dificultades para cerrar fugas por su lado derecho, absorber a su izquierda y motivar a los suyos. La tendencia en el mundo refuerza que los partidos de esta clase sobreviven, pero ya no están solos.

La segunda muñeca es el espacio alternativo al PSOE. Fragmentado, debilitado y con un papel por redefinir. Estos tres elementos están ya de forma pasiva en el debate, y cuando se acerquen los primeros comicios (si todo sigue la agenda oficial, primero Andalucía y luego el ciclo municipal y autonómico de 2023) tendrán que ir concretándose. La diagnosis la conocemos y las recetas empiezan a coger forma, pero como recomendé al comienzo del artículo, tomemos perspectiva y dejemos el regate corto para más adelante. El plato fuerte, más allá de tácticas y fórmulas reside en la capacidad de volver a conectar. Las dos palabras son fundamentales. Volver y conectar hacen referencia a un retorno de la excepcionalidad que vivió el espacio hace años. "Conectar" con sus derivadas (ilusionar, empatizar, sentir, engranar necesidades y deseos) y "volver" con las suyas (la posibilidad de restituir las pérdidas). Más de dos millones, fundamentalmente jóvenes, cosmopolitas, y concienciados con las nuevas luchas políticas, que pueden volver a ser conectados.

Y si uno no acaba convencido por lo propositivo, quizás sí por la necesidad de corregir un peligro inminente. Las dinámicas tóxicas de los últimos años han comenzado a degenerar en importantes incompatibilidades entre los distintos electorados de izquierda. Las pugnas internas, las uniones y fragmentaciones, han cavado zanjas cada vez más profundas. En las últimas elecciones autonómicas de Madrid, un 20% de votantes de Unidas Podemos y un 10% de Más Madrid no votarían por el otro partido con toda seguridad. Unas cifras muy similares a las que se dieron en las últimas generales del 2019. Así, la urgencia de coser hace referencia a la necesidad no ya de obtener cinco sumando dos más dos, sino de evitar que sea tres.

Un proceso constituyente hacia dentro, por tanto, es más necesario que nunca. Y como en todo proceso fundacional, en este es mucho más importante cambiar el fondo que la superficie. Las alianzas, siglas o caras pueden levantar pasiones para una minoría, pero no así para la colectividad. Aquí reside el segundo punto de reflexión y quizás el que más puede costar abordar: entender que la sociedad española puede no necesitar el mismo remedio que el espacio llamado a gobernarla. Saber ver que la revolución debe darse dentro, pero la reforma tiene que instalarse fuera.

Varios datos. Uno de cada cuatro españoles cree que los principales problemas del país en la actualidad son eminentemente políticos. Al mismo nivel que el paro y una cantidad superior a los problemas económicos. España ha pasado del cabreo por la corrupción política al malestar por la política en sí misma. El 42% no siente simpatía por ningún partido. Y en esta transición, la sociedad de la desconfianza está arraigando. Según el último Eurobarómetro, solo dos de cada diez jóvenes confían en el Congreso y en el Gobierno. Y el 14% en los partidos políticos.

Sin embargo, a algunos se les puede haber olvidado, a finales del 2018 el 70% de la ciudadanía española creía que reformar la Constitución era necesario. Concretamente, la mitad de ellos apostaba por "una reforma importante" de la misma, y solo el 14% se situaba en posiciones cercanas al proceso constituyente. Unas posturas que contaban con mayor apoyo entre los jóvenes. Y una orientación de los cambios en sintonía con los nuevos tiempos. "¿Qué aspectos habría que reformar?" Educación, sanidad, transparencia, derechos sociales, igualdad de las mujeres y competencias autonómicas respondían.

El significante está ya en la sociedad. Pero también la paradoja. En un momento de posición defensiva, quizás lo más inteligente es pasar a la propuesta de reforma, al impulso de nuevos contratos sociales. No se equivocan aquellos que señalan los potenciales beneficios de abrir el melón constitucional. En ocasiones tener un buen termómetro social es incluso más relevante que contar con una fuerte correlación de fuerzas. Olfato más que fuerza. En un momento donde el gobierno juega la carta del mantenimiento (desde la moción de censura de Murcia), es más necesario si cabe proponer y avanzar.

Se ha dicho que otro 15-M es posible. Las perspectivas rotas y la desconexión políticas pueden encender la llama. Es una verdad a medias. Pueden darse las condiciones objetivas para un proceso de destitución que señale a la política y las instituciones en las que habita, pero estamos lejos de la otra cara de la moneda: la constituyente. El 15-M tuvo ambos elementos. Por ello es tan importante no sobrestimar las necesidades de una reforma para la sociedad española ni infravalorar la capacidad de una refundación progresista. Lo segundo es condición de posibilidad para lo primero. Y para ello las fuerzas gobernantes deben entender que el tiempo es de gobernar, no de hacer conjeturas electorales. Reforma Laboral para dentro, precio de la luz para fuera. Una revolución no se consigue únicamente con nuevas siglas, y una reforma no convence si no conecta con el sentir común.

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