El acuerdo alcanzado entre el Gobierno, sindicatos y organizaciones empresariales sobre legislación laboral supone un hito sin apenas precedentes en nuestro país. Lo es porque es el primer acuerdo en décadas que –teniendo la profundidad que tiene este– supone una nítida mejora de derechos laborales para la clase trabajadora.
El acuerdo se sitúa en la lógica diametralmente opuesta a las tendencias de las últimas reformas laborales, y además se hace por consenso tripartito. Este dato es de especial relevancia en un momento en el que se van a desplegar todos los efectos de los fondos de recuperación europeos, que deben ser claves para la transformación de nuestro tejido productivo. Y es también especialmente relevante el hecho de que suponga una validación "a mayores" de la política laboral desplegada desde la irrupción de la pandemia. Esta política –en general también concertada con los agentes sociales– lejos de justificarse exclusivamente como una política más justa desde el punto de vista de las clases populares –aspecto exigible a un Gobierno de coalición de izquierdas–, se está mostrando además como más efectiva para enfrentar la crisis económica más virulenta que hayamos conocido en tiempos de paz. Perder de vista todos estos aspectos creo que es no entender nada de nada sobre en qué momento histórico nos situamos.
Vayamos por partes. La reforma es netamente positiva porque sus contenidos lo son. Como se indicaba al inicio, es un contrapunto a la lógica de casi todas las reformas laborales efectuadas en España desde antes de la década de los 90.
En casi todas ellas subyacían, con mayor o menor intensidad, tres tendencias. Una, la extensión de la precariedad en la contratación (sobre todo mediante la extensión de la temporalidad). Lo que se inició en los ochenta como una fórmula que pretendía facilitar el tránsito desde el desempleo juvenil al puesto de trabajo –el contrato temporal– acabó convirtiéndose en una forma preferente de ajuste empresarial a los cambios de ciclo económico. Es decir, ante la caída de la demanda se despide temporales. Ni más, ni menos.
La segunda tendencia era el debilitamiento del poder contractual de la clase trabajadora a través del deterioro de la negociación colectiva y la acción sindical. En este aspecto la reforma de 2012 fue particularmente agresiva, ya que buscaba una devaluación salarial intensa y rápida. Para ello no solo se facilitó la inaplicación del convenio –figura que no se inventa en esa reforma porque ya preexistía en nuestra legislación, no lo olvidemos– sino que se puso en "la picota" la propia existencia de la herramienta, de la máquina de generar derechos. Y es que si no se alcanzaba un acuerdo sobre la renovación de un convenio colectivo, este podía perder la vigencia y provocar un abismo laboral solo amortiguado por la legislación básica. De la misma manera se abría la puerta a que los convenios de empresa pudieran rebajar los salarios marcados en los convenios sectoriales (hasta entonces un convenio-red por debajo del que no se podían establecer condiciones).
La tercera tendencia ha sido facilitar el proceso de externalización de riesgos y costes desde las empresas hacia el exterior. Por exterior nos referimos a las cadenas de subcontratación, a las ya citadas tasas de temporalidad, a la utilización del trabajo autónomo dependiente y, de manera más reciente, a la utilización perversa del potencial de la economía de plataforma. Todo en la línea de utilizar los procesos de descentralización productiva para diluir las responsabilidades de la empresa y que tales responsabilidades recayeran en los entornos: la clase trabajadora, otras empresas sin capacidad real de fijar precios, la sociedad, etc.
Pues bien, esta reforma pactada entre Gobierno, sindicatos y organizaciones empresariales conlleva medidas que enfrentan con intensidad estas tres tendencias. Con particular ambición se aborda la gran patología de nuestro modelo laboral: la temporalidad. El acuerdo recoge una profunda modificación de los contratos vigentes, con la eliminación del contrato de obra o servicio que podía tener hasta cuatro años de duración y su sustitución por un contrato de seis meses ampliable a doce; desvincula la utilización de una contrata como causa para un contrato temporal; recoge un contrato eventual como mucho de 90 días por trabajador y año, pese a la enorme presión de las patronales agrarias para ampliar ese tope; promueve el contrato fijo-discontinuo como alternativa a esos contratos de temporada tan habituales. Además de todo esto, penaliza firmemente la contratación fraudulenta, encarece la de corta duración, fortalece la inspección de trabajo y, sobre todo, regula los ERTE y un nuevo mecanismo análogo como alternativa a los despidos.
Este mecanismo -denominado RED- aspira a que ante los problemas en empresas de ciclo económico o reestructuración sectorial, en lugar de recurrir a la fórmula habitual de la extinción del contrato, se reduzca temporalmente el tiempo de trabajo, se cobre una prestación social (que no consumirá desempleo), se establezcan procesos de formación y se facilite la incorporación al puesto de trabajo.
Creo que en su conjunto esta parte del acuerdo es el intento más profundo y ambicioso que se ha hecho en España por reducir la temporalidad. El tiempo dará y quitará razones sobre la utilidad de lo acordado, pero no olvidemos que la temporalidad y la amenaza permanente del despido es mucho más que una estadística cuya corrección recomienda la Unión Europea. Es el mayor elemento disciplinante de la clase trabajadora y su capacidad reivindicativa. Y que incrementar el número de contratos indefinidos, la duración media de los mismos o los supuestos de consideración de un contrato temporal como suscrito en fraude de ley, genera mayores derechos indemnizatorios en caso de extinción de los mismos. Por tanto, siendo cierto que no se han podido modificar las causas y costes de despedir -como pretendemos los sindicatos-, no es menos cierto que el paquete conjunto de medidas acordadas sí va a tener un efecto positivo (probablemente muy positivo) ante el gran reto que nos planteamos: estabilizar la contratación, desincentivar el despido, disuadir del uso de la temporalidad. Dar poder a la clase trabajadora en la relación laboral.
La recuperación de equilibrios en la negociación colectiva es un aspecto determinante de este acuerdo. Recuperar la ultraactividad significa garantizar la permanencia indefinida del convenio colectivo cuando se está negociando. En algunas opiniones se está intentando minusvalorar este indudable hito sindical argumentando que en la práctica la mayoría de los convenios ya se recogían previsiones al respecto que contrarrestaban la reforma laboral del 2012. Esta visión es profundamente errónea. Es cierto que en muchos convenios se incrementaban sus periodos de vigencia por encima del año legalmente previsto. Porque es cierto que la reforma laboral viene contrarrestándose desde la acción sindical durante toda esta década. Pero el incremento de los periodos de vigencia del convenio no es la cuestión cualitativamente relevante. Negociar un convenio colectivo con la espada de Damocles de la posible pérdida de sus contenidos si no se llega a un acuerdo, era negociar desde la debilidad. Lo trascendente no era si la pérdida del convenio se daba a los 12, 18 o 24 meses, sino el mero hecho de que una empresa o patronal negociaba más fuerte desde el riesgo del "abismo laboral" para las personas trabajadoras en caso de no alcanzar un acuerdo. Y esta situación se revierte indiscutiblemente.
Del mismo modo, eliminar la prioridad aplicativa del convenio de empresa en materia de salarios es de máxima importancia. También hay quien ha querido minusvalorar esta conquista, ya que hay otras materias que siguen siendo prevalentes en el convenio de empresa (por ejemplo la distribución de jornada). El razonamiento es absurdo. Todos y cada uno de los convenios de empresa suscritos para rebajar las condiciones laborales se hacen por motivación salarial. Ninguna empresa promueve la negociación de un convenio para acordar la distribución del horario de manera prioritaria a lo que indique el convenio sectorial (entre otras cosas, porque es de todo punto de vista lógico que esa materia y otras se fijen en el ámbito de la realidad multiforme de la empresa). En esta cuestión el tiempo va a demostrar que "muerto el perro se acabó la rabia". No habrá más convenios de empresa como los que han asolado sectores enteros con la utilización que de ellos han hecho, por ejemplo, las empresas multiservicios.
Revertir la tendencia de facilitar la externalización de riesgos como una forma de abaratamiento de costes en lugar de como una fórmula de especialización productiva, es otro de los grandes retos que encarábamos. Y aquí hay que ser honestos. Se avanza en este acuerdo y en otras reformas previamente adoptadas, pero ni esto se soluciona con la reforma de un artículo del Estatuto de los Trabajadores, ni esta batalla va a ser flor de un día.
Empecemos por descartar ficciones, porque plantearse objetivos irreales sobre situaciones ficticias solo lleva a la melancolía. En España nunca ha estado prohibido externalizar. Ligar esto a la reforma laboral del año 2012 como si la subcontratación empezara entonces, es un trampantojo para tratar de minusvalorar lo negociado. Las medidas adoptadas; es decir, eliminar la preferencia aplicativa del convenio de empresa, junto a la modificación del artículo 42 del ET son un paso importante para garantizar la aplicación de convenios colectivos en todas las cadenas de subcontratación. Pero el contenido de este acuerdo hay que vincularlo también a lo avanzado en la ley rider y la presunción de laboralidad de quienes trabajan en las plataformas de reparto, ya que esa forma de trabajo prófugo del derecho laboral era (y es) un auténtico caballo de Troya del propio carácter tuitivo del citado derecho laboral.
Que a nadie le quepa duda. Estas estrategias empresariales van a tratar de pervivir como la hidra de Lerna, buscando regenerar cabezas nuevas con las que reproducirse, y habrá que enfrentarlas desde la acción sindical. No va a venir un "Hércules legal" a "prohibir" la externalización productiva. Se trata de acotarla mediante un juego de incentivos y desincentivos desde la norma, pero sobre todo desde el refuerzo de la acción sindical organizada para limitar las actividades externalizables o, cuando menos, pactar las condiciones de tales externalizaciones en términos de derechos laborales, salariales, y el establecimiento de responsabilidades compartidas entre empresas.
Recordemos el proyecto inicial de las ETT en los años 90: una auténtica batidora salarial. Mediante convenio colectivo se consiguió que las condiciones laborales de los trabajadores/as de puesta a disposición tuvieran las mismas condiciones que la empresa usuaria. Pero entonces surgieron las empresas multiservicios para escapar de esa regulación; la legislación laboral de 2010-12 abundó en esa lógica para permitirles la devaluación de los salarios. Ahora llega la reversión de esta legislación pero, a la vez, durante los últimos años se ha impulsado la economía de plataforma a través de una utilización perversa de la figura del trabajo autónomo; ante esa perversión de la economía de plataforma llega la ley rider que reconoce la presunción de laboralidad a las/os repartidores de comida, e inmediatamente los sindicatos conseguimos el primer acuerdo de condiciones en la empresa Just Eat (un hito internacional, dicho sea de paso). Es una pugna permanente entre la desregulación precarizante y los intentos de regulación desde las normas legales y la acción sindical. Avanzamos sí, pero esto es dinámico, no es el fin de nada.
Más allá de todas estas consideraciones creo que es muy relevante la lectura del acuerdo en una perspectiva más amplia. Desde el marco del diálogo social España se está situando a la cabeza de una legislación laboral progresista que está sirviendo como modelo en otros países de Europa. Además de la ya citada ley rider, se han atendido con notable rapidez realidades aceleradas en y por la pandemia (teletrabajo, planes de igualdad, auditorías retributivas, acceso a los algoritmos por parte de la representación de los trabajadores...).
Se está procediendo a una subida del salario mínimo en términos incomparables con ningún otro momento histórico. Esta subida está siendo compatible con una salida de la crisis pandémica donde los ritmos e intensidad en la recuperación del empleo tampoco tienen precedentes. La utilización de los ERTE, las restricciones a los despidos y la fuerte intervención pública en materia laboral han provocado que por primera vez en la historia de nuestras crisis la caída de la actividad no se haya visto acompañada de una caída muy superior del empleo. Al contrario, la relación entre caída de unidad de PIB y caída del empleo por primera vez cambia la tendencia y hemos recuperado para la actividad casi a la totalidad de personas afectadas por ERTE.
También en el marco del acuerdo social hemos revertido el índice de revalorización de las pensiones, volviéndolas a ligar a la evolución de los precios, así como el factor de sostenibilidad. Este era un índice con un potencial recorte de las futuras pensiones de casi el 25%. Esa reforma de pensiones ha sido sustituida por una nueva lógica que aborda el reto demográfico de nuestro país desde una apuesta decidida por mejorar la estructura de ingresos de la seguridad social. El reto económico está por encima de los tres puntos de PIB. Y lo hemos hecho desde el diálogo social, con un acuerdo tripartito, y compatible con la supuesta voracidad vigilante europea al respecto.
No se trata de no ver, denunciar, poner el foco si se quiere, en los enormes fosos de desigualdad, precariedad, pobreza salarial, pobreza severa, deficiencias de nuestro aparato productivo. Faltaría más. Pero la política económica en esta secuencia de crisis pandémica y sucesivas réplicas poco tiene que ver con anteriores modelos de salida de crisis económicas, y la orientación de las políticas laborales directamente es inédita.
Y esto en buena parte es producto de acuerdos sociales tripartitos que situarán en el futuro como menos digeribles políticas de devaluación intensa como las de 2012. Porque hoy podemos decir que no es solo más justo. Es más eficaz. Así se construyen hegemonías, no desde la pulcritud del "me hubiera gustado" sino de la eficacia y justicia de lo que ejecuto, cuando alcanza a mejorar la vida de la clase trabajadora. Tanto es así que la parte más inteligente de la derecha está tratando de apropiarse de algunas de las herramientas empleadas (los ERTE que achacan a la reforma de Rajoy –pese a que los ERTE ya formaban anteriormente parte de la legislación y su utilización en la crisis financiera fue totalmente marginal–) y ahora alegando que no se cambian los fundamentos de la reforma de 2012. Vaya si se cambian, se cambian de forma intensa. Eso sí, lo que "naturaleza no da, Salamanca no presta". Esto no va solo de ley, va de correlación de fuerzas. De organización sindical en el centro de trabajo. La gran pregunta que nadie se suele hacer es ¿mejora esta secuencia de reformas el poder contractual de la clase trabajadora, en un contexto de múltiples transiciones?
Comentarios
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