Dominio público

Una reforma para la mayoría social

Héctor Illueca Ballester

Vicepresidente segundo de la Generalitat Valenciana. Exdirector de la Inspección de Trabajo y Seguridad Social

Trabajadores en unos andamios en la rehabilitación de un edificio en el centro de Madrid. REUTERS/Susana Vera
Trabajadores en unos andamios en la rehabilitación de un edificio en el centro de Madrid. REUTERS/Susana Vera

El pasado 28 de diciembre el Consejo de Ministros aprobó la que probablemente sea la norma más importante de la legislatura: una reforma estructural del mercado de trabajo que clausura el ciclo largo de políticas neoliberales iniciado en 1994 y culminado en 2012 con la contrarreforma del Partido Popular. Las distintas normas que se promulgaron en este período tenían como objetivo, apenas disimulado por un puñado de eufemismos, la precarización del mercado laboral mediante la desregulación del contrato de trabajo y la desarticulación de la negociación colectiva entre empresarios y trabajadores. En el fondo, daba igual quién estuviera en el gobierno, se trataba invariablemente de reforzar el poder del empresario individual y socavar la posición de las organizaciones obreras, con el tesón y la insistencia de la gota china hasta volver a la prehistoria jurídica, cuando el contrato de trabajo habitaba en la periferia de los códigos liberales. Hay que reconocer que, en parte, lo consiguieron, pero la nueva ley laboral representa un giro trascendente en esta trayectoria histórica. Trataré de centrarme en lo fundamental, aún a riesgo de olvidar otros aspectos de la reforma que me parecen menos importantes.

El texto que se acaba de aprobar, fruto de un acuerdo en el marco del diálogo social, restablece el proceso de negociación colectiva y revierte los efectos más nocivos de la reforma de 2012. Recordemos que esta última era parte de una terapia de shock impuesta por la UE a los países del sur de Europa para forzar una violenta devaluación salarial por el sencillo expediente de embridar la capacidad colectiva para negociar el precio del trabajo. Los efectos de esta estrategia sobre los salarios fueron contundentes y no parece necesario insistir en ello. La nueva norma recupera la centralidad del convenio sectorial y le otorga prioridad aplicativa sobre el convenio de empresa en materia salarial, impidiendo ulteriores reducciones salariales por la vía del artículo 84.2 del Estatuto de los Trabajadores. Además, se restaura la ultraactividad de los convenios colectivos, es decir, la prórroga automática de su contenido mínimo mientras no exista un nuevo convenio, evitando que decaiga por el transcurso del tiempo cuando se produce un bloqueo en la negociación colectiva. En un contexto económico cada vez más complicado, la importancia de estas medidas no puede ser ignorada.

Pero no sólo eso. El ciclo largo de reformas laborales anteriormente evocado (1994-2012) constituye un bloque unitario y homogéneo orientado a la implantación de instrumentos más flexibles de gestión y ordenación del trabajo, y muy especialmente a la generalización de la contratación temporal no causal como herramienta fundamental para subordinar la fuerza de trabajo a la eficiencia económica y a las cambiantes circunstancias de la vida empresarial. Se trataba, en definitiva, de erigir un modelo autoritario de relaciones laborales basado en el reforzamiento de los poderes empresariales, propiciando una reordenación completa de los equilibrios de poder entre las partes de la relación laboral. Pues bien, la nueva norma pone el foco en el problema de la temporalidad, que se ha convertido en una lacra social y en un motivo de preocupación para la opinión pública, tanto por los escandalosos niveles alcanzados (alrededor del 25 por ciento) como por los devastadores efectos que produce en determinados colectivos de trabajadores, fundamentalmente mujeres y jóvenes.

Desde luego, el estudio de las medidas adoptadas para combatir la temporalidad desborda los límites de estas breves líneas, pero basta con enunciarlas para percibir la importancia y la profundidad de la intervención legislativa. No sólo se elimina el contrato para obra o servicio determinados, que había sido un vector fundamental de precarización del mercado de trabajo, sino que se clarifican las causas del contrato eventual por circunstancias de la producción y se acomete el necesario deslinde entre esta figura jurídica y el contrato fijo-discontinuo; además, se establecen nuevas limitaciones a los encadenamientos de contratos temporales y se corta de raíz la jurisprudencia que permitía vincular estos últimos con la subcontratación de obras o servicios; finalmente, y a modo de cierre, se refuerza el papel de la Inspección de Trabajo incrementando las sanciones para garantizar su poder disuasorio. Se trata, en suma, de un conjunto coherente y sistemático de medidas para combatir la precariedad laboral y generalizar el trabajo estable en nuestra sociedad.

Es evidente que el acuerdo alcanzado no resuelve todos los problemas del mercado de trabajo. Queda mucha tela por cortar, aspectos no menores de la gran reforma laboral progresivamente impuesta desde 1994, tanto en términos de flexibilidad interna (movilidad funcional y geográfica, modificación sustancial de las condiciones de trabajo, etc.), como en términos de flexibilidad externa (abaratamiento del despido). Pero no puede negarse que estamos ante un giro sustancial en la actividad desplegada por el poder público para regular las relaciones de trabajo, y que abre la puerta a un nuevo sistema institucional mucho más equilibrado desde el punto de vista de los trabajadores. Los procesos de segmentación social provocados por el neoliberalismo obtienen, esta vez sí, una respuesta firme y adecuada por parte del legislador, que dirige su mirada tanto a los trabajadores indefinidos que se encuentran protegidos por el poder sindical, como a los trabajadores temporales y precarios expuestos a un riesgo de exclusión y desintegración social.

El ordenamiento jurídico, y particularmente el Derecho del Trabajo, expresa siempre una determinada relación de fuerzas entre clases, un equilibrio precario e inestable entre intereses contrapuestos de los grupos sociales. Las luchas populares atraviesan la política social y están constitutivamente inscritas en el proceso de reforma de la legislación laboral. Por eso, para calibrar el verdadero alcance de la norma que se acaba de aprobar, la pregunta decisiva que hay que responder es si los trabajadores como clase ven incrementado su poder después de su entrada en vigor. Y la respuesta no ofrece lugar a dudas: aumentan su poder en el ámbito de las relaciones individuales de trabajo merced a una mayor estabilidad, y en el ámbito de las relaciones colectivas gracias a la mayor capacidad contractual de sus organizaciones representativas. Por primera vez en treinta años, la reforma del mercado de trabajo no se orienta a preservar los beneficios empresariales, sino a proteger los derechos e intereses de la mayoría social. Finalmente, las movilizaciones de la última década han dejado su impronta en nuestra legislación laboral. El porvenir está abierto y es impredecible.

Más Noticias