La reforma laboral ha vuelto a poner en el centro del debate al derecho del trabajo. Sin embargo, observamos que las principales reflexiones están centradas en la mejora de las condiciones laborales para los trabajadores dejando, quizá, en un segundo plano las implicaciones del derecho colectivo. En relación con esto, pareciera que se ha perdido la perspectiva sobre la importancia de las relaciones laborales en la construcción de nuestra comunidad política: los debates para las izquierdas poslaboristas no giran ya únicamente en torno a los derechos de los trabajadores, sino que el ensanchamiento del concepto de bienestar nos ha llevado a incluir otras variables como, por ejemplo, las cuestiones de género o los derechos asociados a la cultura.
Sin duda, esto es una buena noticia porque significa que el grado de mejora de nuestro estado social es considerable si lo comparamos con sus primeras etapas. No obstante, debemos tener siempre presente que el trabajo es mucho más que la producción; por eso es el sustrato de ideologías como el socialismo y es una de las bases de nuestro contrato social actual.
El hecho de que el trabajo fuera determinante en las construcciones ideológicas de hace más de un siglo dio por fruto que en países como España algunos derechos asociados a la actividad laboral estuvieran blindados en la Constitución. Como muestra, el derecho a huelga o la negociación colectiva. Esto es así porque, como indicaba anteriormente, nuestra comunidad política se sostiene en el pacto entre capital y trabajo; por eso es fundamental que el dialogo social y la negociación vertebren nuestras relaciones laborales: solo así podemos garantizar una convivencia equilibrada que tienda a corregir la desigualdad en términos económicos y de poder. Pues bien, la última reforma laboral sirvió para alterar estos presupuestos indirecta y paulatinamente.
Los cambios normativos que describo supusieron el establecimiento de un estado de vulnerabilidad para las clases trabajadoras que hacían que difícilmente estas tuvieran una posición negociadora con verdadera influencia. La igualdad negociadora entre las partes es condición de posibilidad; una madre soltera urgida por la imperiosa necesidad de pagar el alquiler y de procurar un sustento a sus hijos no es un interlocutor simétrico con respecto al propietario de una empresa o a un ejecutivo de recursos humanos.
Un gran ejemplo de lo que trato de exponer es la promoción de la temporalidad. Si los trabajadores no pueden consolidar sus puestos de trabajo, son despedidos con facilidad o se encuentran a la espera de firmar su siguiente contrato para mantener el empleo, es prácticamente imposible que se formen comités de empresa con fuerza negociadora. Cuando se vuelve estructural, como sucede en España, afecta directamente a nuestra democracia.
Otro de los componentes que debilitan la capacidad de ejercer poder de las clases trabajadoras es la devaluación de los convenios colectivos frente a la contratación con la empresa. Si las condiciones laborales dependen fundamentalmente de la relación individual del trabajador con su empresa la balanza se desequilibra dejando al trabajador en la tesitura de aceptar lo que sea con el fin de conservar su empleo. Como corolario y consecuencia de esta vulnerabilidad, se produce el fenómeno de los trabajadores pobres, que contribuye a consolidar la desigualdad. Es importante recordar que, pese a los mantras neoliberales, no se ha probado aún hoy que una subida del salario mínimo interprofesional destruya empleo y sí, por el contrario, sirve para corregir el reparto de la riqueza que, recordemos, en nuestro país está subordinada al interés general.
En definitiva, la reforma laboral que plantea el Gobierno de España y que viene a corregir muchos de estos déficits será buena para los trabajadores a título individual, no obstante, debemos prestar especial atención a los derechos colectivos del trabajo porque marcan, sin duda, la arquitectura de todas nuestras libertades.
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