No me resigno a pensar que las grietas que se han abierto en estos últimos tiempos dentro del feminismo se enquistarán hasta lo irreparable. Este 8 de marzo las veremos aparecer con más fuerza que nunca, con la convocatoria de dos manifestaciones separadas en diversas ciudades; la de la Comisión 8M y la de la organización Confluencia Movimiento Feminista. La agresividad entre los apoyos de las distintas convocatorias se aleja poco del conflicto interno que imperaba a principios de 2021, en medio de los debates sobre la Ley Trans. Y, con un ambiente semejante, hay quien ya ha renunciado a cualquier posibilidad de que el movimiento feminista vuelva a manifestarse unido por las calles.
Hay cosas que me inquietan o molestan en los registros grandilocuentes en los que se mueven hoy algunos discursos o manifiestos, por más que entienda bien la necesidad política de esa grandilocuencia. No porque niegue que el feminismo sea una de las mayores fuerzas de transformación social en la actualidad, que lo es; tampoco porque considere poco meritorio su empuje en los últimos años. No podemos ver esta división y sentirnos igual de felices, festivas y guerreras como en otros tiempos.
¿De dónde viene tanta división y tanta agresividad? Ya ha pasado el momento más cruento del debate sobre la Ley Trans y ya somos capaces de observarlo con un poco de distancia. Por más que afrontemos la discusión de forma seria o consideremos (e insisto: si queremos un ambiente sano, no hay otra consideración posible) que en el movimiento feminista tienen que darse dinámicas de discusión, disenso y pluralidad, sería ingenuo negar que siempre ha habido otras variables en juego, y aquí no hemos venido a ser cándidas. Por triste que pueda ser, a las discrepancias legítimas entre ideas morales y políticas con frecuencia se unen dinámicas de lucha por el poder, hasta tal punto que unas se vuelven indistinguibles de las otras.
La discrepancia principal entre ambas manifestaciones aparece esta vez escondida y no se deja ver bien tras sus eslóganes. Por más que lo parezca o que así se diga, no es la abolición o no de la prostitución lo que provoca la escisión: en las dos manifestaciones marcharán feministas abolicionistas, o en contra de los vientres de alquiler, sin que eso suponga mayor problema, ni las divisiones en relación con esas cuestiones han provocado en otros años fracturas decisivas (por más que ya se hubieran hecho presentes).
El problema fundamental, como resulta más o menos evidente tras una lectura sosegada, es la posición de ambas convocatorias en relación con la Ley Trans. Para la Confluencia Movimiento Feminista, el problema es "el entrismo en el movimiento de las mujeres", la supuesta "asunción de agendas que no son las del feminismo" o "la voluntad de querer convertir el género en una identidad (en lugar de denunciarlo)".
Como he descrito en ocasiones anteriores, me niego a pensar que toda persona o feminista que manifieste o haya manifestado dudas al respecto de la Ley Trans lo haga motivada por el odio, el miedo o la inquina. En mi experiencia, hablando en privado con personas dubitativas o que directamente se posicionan en contra de la Ley Trans, la conversación calmada siempre ha permitido llegar a puntos de entendimiento, para comprender que la realidad es siempre más compleja que aquello que se ha dicho de ella, e incluso darse cuenta de que posturas en principio antagónicas no están en realidad tan alejadas, o se preocupan por cuestiones parecidas.
En el nuevo ciclo que se abre, por ejemplo, no es suficiente con insistir una y otra vez en que los derechos trans son derechos humanos. Quizás ese discurso haya sido útil para ganar la batalla mediática o del relato, y no niego su verdad; ahora, tras esa batalla, lo que queda es un tiempo para mayor pedagogía. Coser las heridas del feminismo español no implica hacer desaparecer las discrepancias, ni considerar que quienes tenemos enfrente han de asumir completamente nuestras posturas. Sí que implica una actitud de escucha más tranquila, más sosegada.
Esa actitud tiene que ser capaz de responder a las preocupaciones y miedos (que, como cualquier miedo, ha de considerar con cierto grado de legitimidad) de algunas de las personas que ven en la Ley Trans una amenaza, y explicar por qué un cambio registral no hará tambalear ninguno de los cimientos del mundo; tiene que insistir en que la regulación de tratamientos, medicamentos y operaciones ha dependido de comunidades autónomas, algunas de las cuales llevan con esas regulaciones prácticamente una década sin que el mundo haya terminado. Tendrá que responder a la réplica, dentro de lo trans, de los estándares de belleza que constriñen a todas las mujeres. Y tendrá que defenderse seriamente, con datos y argumentos, siempre y cuando quien tenga enfrente sea capaz de escuchar.
Cambiar de actitud implica renunciar a los maximalismos y a algunas etiquetas. El debate sobre si la apelación TERF constituye o no un insulto es a estas alturas bastante inútil, pero quizá lo mejor sea no utilizar contra aquellas con quien se discute una palabra que ellas interpreten como un insulto, y rebajar los humos antes de que llegue (otra vez) la sangre al río; tampoco puede el recurso a la acusación de transfobia cerrar automáticamente todo debate. Si asumimos que habrá que coser heridas, los cuestionamientos, incluso aquellos que incomoden, tendrán que ser escuchados con toda la atención que necesitan; es entendible que, después de la violencia de 2021, haya quien no tenga fuerzas para hacerlo, y a nadie puede exigírsele esa labor, porque sería profundamente injusto; sí que necesitaremos siempre a quien esté dispuesto a tender esos puentes.
He repetido una y otra vez que me pareció ejemplar la actitud de Luisa Posada Kubissa, filósofa feminista y profesora de la Universidad Complutense, tras leer mi ensayo Después de lo trans. Me escribió en público (y aplaudo su gesto y su valentía al hacerlo) para decir que mi discusión y observaciones a propósito de su último libro le parecían agudas y permitían repensar; me dio la enhorabuena desde el desacuerdo. Hay algo que me entristece: tengo que recurrir siempre a la misma anécdota, porque no he vivido en todo este tiempo muchas más. O la reacción de una twittera anónima que, viendo el grado de violencia y burla (incluso en relación con mi aspecto o voz) que se alcanzaba en redes, se desmarcó de sus compañeras: declaró que, por mucho que estuviera en desacuerdo conmigo, ella no participaría de unos métodos tóxicos de acoso. El futuro que yo imagino en el feminismo, reconociendo que sus discrepancias no desaparecerán, ni en relación con la ley trans ni con tantas otras cuestiones, tiene mucho más que ver con esa pluralidad cordial que con el borrado del disenso.
Llegar hasta ahí será incómodo, será difícil, pero no hay otra manera de impedir que se repita la tragedia de que antiguas compañeras de manifestación marchen hoy separadas. Hemos vivido en redes la suficiente violencia como para saber que del otro lado nunca hay exclusivamente impulsos violentos; hagamos del mal trago de este año una lección para afrontar los debates futuros de forma más madura y menos solipsista. Las agendas no pueden ser oposición o sabotaje, ni imponerse las unas a las otras. Y aprendamos de las heridas de ese pasado. En la reivindicación del 8M como manifestación del "No a la guerra", por más que el feminismo constituya, sí, un proyecto que se extiende a todas las esferas de la vida y de lo político, aprecio los rasgos de las luchas de poder (también partidistas) que generaron esa división en relación con la Ley Trans; se trata de instrumentalizaciones que, por la salud de la agenda del movimiento feminista, no han de repetirse o manifestarse unilateralmente, como algo externo a sus demandas y teledirigido artificialmente desde las instituciones.
Habrá quien nunca quiera reconciliación o reparaciones, pero estoy segura de que la enorme mayoría puede ser convencida, a medio y largo plazo, de que una parte de reconciliación y reparación es necesaria. Lo que se impone con urgencia en un momento político de auge de los discursos reaccionarios es un movimiento feminista capaz, sin anular sus diferencias, de reconocer a los enemigos comunes y no equivocarse dirigiendo todo su armamento contra sí mismo. Ojalá no se repita lo que veremos este 8 de marzo, ojalá haya quien se esfuerce por coser las heridas del feminismo español; nos va en ello toda posibilidad de transformación social.
Comentarios
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