Dominio público

Europa en el mundo: hay vida más allá del determinismo comercial

Jorge Tamames

Investigador en Real Instituto Elcano y autor de 'La brecha y los cauces'

Europa en el mundo: hay vida más allá del determinismo comercial
La excanciller alemana, Angela Merkel, y el presidente ruso, Vladimir Putin, enm una imagen de archivo en Moscú.- EFE

El estallido de la guerra en Ucrania ha traído consigo una reevaluación del mundo en que vivimos. Cada semana nos sepulta una avalancha de análisis sobre el futuro del "orden liberal internacional" establecido en 1945, reforzado en 1989 tras el colapso de la Unión Soviética y cuestionado de un tiempo a esta parte. A la ansiedad que despierta la guerra y su posible escalada se une la inquietud de encontramos en un entorno que amenaza con volverse más caótico y violento.

En un contexto así, cavilar sobre teorías de relaciones internacionales tal vez parezca frívolo. Pero la teoría provee los cimientos sobre los que se erige la práctica. También –especialmente– en momentos como este. "Los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún economista difunto", escribió John Maynard Keynes en 1936. "Locos con autoridad, que escuchan voces en el aire, destilan su frenesí de algún escritorzuelo académico unos años antes. Estoy seguro que el poder de los intereses creados está vastamente exagerado cuando se lo compara con el gradual avance de las ideas".

¿Cuáles son esas ideas ahora? Por parte de Rusia nos encontramos con un revisionismo histórico nacionalista y descarnado. En la Unión Europea, con el presentimiento de que estamos ante una disyuntiva entre idealismo naif y realpolitik cruda. Hasta ahora los europeos, como proclamó Robert Kagan, jugaban a ser de Venus, pero los americanos –y, cada vez más, el resto del mundo– son de Marte. Así, a la UE le correspondería aparcar sus ilusiones liberales –el énfasis en normas compartidas, valores universales, gobernanza multilateral e integración económica como fuentes de prosperidad– en favor de un realismo duro, donde lo que prime sea el interés nacional de los Estados.

El problema es que la forma de aproximarse al mundo de Washington y Bruselas no difiere tanto, y además combina elementos de los dos paradigmas. Desde hace décadas, Europa y EEUU han gestionado relaciones internacionales especialmente sensibles basándose en una suerte de determinismo comercial. Este paradigma es "liberal" en la medida en que considera la integración económica, el libre mercado y la globalización como vectores de crecimiento y prosperidad. Además, espera que dichas fuerzas desencadenen una mejora de las relaciones políticas entre diferentes países –pensemos, por ejemplo, en la "teoría de los arcos dorados," según la cual era inconcebible que dos países con McDonald’s entrasen en guerra–, o incluso democraticen países con regímenes autoritarios tan pronto como desarrollen clases medias. Hasta que llegue ese momento, no obstante, el determinismo comercial es profundamente "realista". Los abusos de derechos humanos que cometan los gobiernos autoritarios pueden ignorarse; entre otras cosas para no interrumpir un flujo de caja que, céteris páribus, permitirá que en el futuro se respeten los mismos derechos que hoy se violan.


El ejemplo más destacado de este modo de proceder lo encontramos en la relación EEUU-China. Durante décadas, Washington apostó por integrar a Pekín en las estructuras de la globalización económica –promoviendo su acceso a la Organización Mundial del Comercio en 2001, así como la entrada de multinacionales norteamericanas en el mercado chino–. Por extravagante que suene ahora, en EEUU se llegó a considerar que esta estrategia contribuiría a democratizar el país y debilitar al Partido Comunista de China. Y que eso, a su vez, asentaría en Pekín gobiernos mejor alineados con las prioridades de la acción exterior norteamericana.

En la UE, Alemania ha sido el gran valedor de esta estrategia –denominada Wandel durch Handel, "cambio a través del comercio"– y Rusia su principal laboratorio. Los resultados de intentar embridar al Kremlin mediante los lazos del "dulce comercio", por usar la expresión de Montesquieu, hablan por sí solos. Pero merece la pena detenerse en la parte realista de esta aproximación: mientras se mantuvo la esperanza en ella, no hubo problema en contemporizar con los abusos que cometía Vladímir Putin –por ejemplo, durante la tercera guerra chechena–.

Esta combinación de fe en la misión civilizatoria del mercado y relativo desinterés por los derechos humanos también estructura la relación de España con Marruecos. Como han señalado Alberto Bueno e Irene Fernández, la noción de que un tupido "colchón de intereses" amortiguaría los desencuentros en la relación bilateral hoy no goza de buena salud. Lejos de encauzar cuestiones espinosas –como la ocupación marroquí del Sáhara Occidental, o sus reclamaciones territoriales en Ceuta, Melilla y las Islas Canarias–, el transcurso del tiempo parece haber vuelto a Rabat más asertivo y a Madrid más pacato. La crisis más reciente en la relación bilateral da buena cuenta del problema.


La guerra de Ucrania pone sobre la mesa que el determinismo comercial no da más de sí. La integración económica tiene un valor muy limitado en tanto que instrumento de democratización. Tanto los Estados como las sociedades que gobiernan pueden tener valores e intereses ajenos a los que prescriben las lógicas de oferta y demanda. Constatar este fracaso, no obstante, puede servir para extraer lecciones útiles. Especialmente entre quienes más las necesitan: los países que conforman la UE.

La primera lección es que no tiene sentido compartimentalizar las relaciones políticas y económicas con terceros países, a la espera de que la integración en el segundo plano produzca distensión en el primero. Aquí sí existe una diferencia nítida entre la UE y EEUU. Como señala Luuk van Middelaar, Washington –y más aún Pekín– es capaz de adoptar enfoques integrales para su acción exterior. Tanto demócratas como republicanos han llegado a la conclusión de que su pulso con China se libra principalmente en la arena tecnológica. En base a ese criterio, no han dudado en obstaculizar esa dimensión de la relación bilateral. La impresión que transmiten muchos Estados miembros de la UE, con su política comercial delegada a Bruselas y una aproximación en ocasiones mercantilista al resto del mundo, es que les cuesta tomar decisiones comerciales con fines más ambiciosos que el de cuadrar su balanza de pagos.

La guerra en Ucrania está forzando un ajuste de prioridades. A la contundencia con que se han adoptado sanciones económicas contra Rusia se une la constatación de que la economía –y no solo la fuerza militar– puede ser un instrumento coercitivo en la política internacional. La UE podría así hacer valer su peso en su vecindario sin convertirse en una superpotencia al uso (lo que, en vista del historial de las grandes potencias, es una noticia excelente). Esta es otra lección importante, especialmente de cara al desarrollo de la autonomía estratégica europea en el futuro.


Por último, aceptar este fracaso es aleccionador. Nos emplaza a abandonar los relatos más autocomplacientes sobre nuestro lugar en el mundo. Visto desde Yemen, Honduras, o Kazajistán, el orden liberal internacional nunca resultó muy ordenado, ni demasiado liberal, ni vigente más allá de unas pocas regiones y países privilegiados. Para un refugiado de Afganistán o un agricultor africano, la UE no es precisamente un parangón de generosidad o apertura económica. Y los problemas en nuestra acción exterior no derivan de una inocencia o moralismo desmesurados.

Más que para flagelarnos, asumir estas incoherencias debería servir para rectificar nuestra conducta. El determinismo comercial ha promovido una dejadez de funciones no solo en el plano estratégico, sino también en el ético. Los problemas que acumula el vecindario de la UE guardan relación con estas dos asignaturas pendientes. Replantear el papel de Europa en el mundo conllevará asumir que nuestros "intereses", que no son solo comerciales, merecen una defensa pragmática. Y eso implica, entre otras cosas, un compromiso más firme con los valores que decimos defender.

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