Europa está en guerra. El motivo es la invasión rusa de Ucrania, tal vez la mayor operación militar en el continente desde la Segunda Guerra Mundial. El desenlace de esta crisis es difícil de prever. Lo que sí es seguro es que trae consigo una avalancha de clichés y comparaciones forzadas. Antes incluso de promover la tergiversación del casus belli, cualquier guerra trae consigo una recreación falsa y venenosa del pasado.
El proceso es en cierta medida inevitable. En política exterior es común recurrir a las analogías históricas para comprender crisis contemporáneas. "La historia enseña por analogía, arrojando luz sobre las probables consecuencias que se derivan de situaciones comparables", escribe Henry Kissinger. "Sin embargo, cada generación deberá determinar por sí misma las circunstancias que, de hecho, son equiparables". En la crisis ucraniana ha primado el oportunismo a la hora de escoger analogías históricas. Eso no explica el conflicto en su totalidad, pero ayuda a entender por qué las opciones para reconducirlo son limitadas.
Hasta ahora la instrumentalización más burda del pasado corresponde a Vladímir Putin. En su discurso del 21 de febrero, el presidente ruso se remontó, para justificar el reconocimiento ruso de las regiones separatistas ucranianas en Donetsk y Lugansk, a la "humillación" que supuso el tratado de Brest-Litovsk (1918), en el que los bolcheviques, recién llegados al poder, realizaron extensas cesiones territoriales a las Potencias Centrales con tal de poner fin a la participación rusa en la Primera Guerra Mundial. También criticó la doctrina soviética de autodeterminación nacional. El corolario es que Ucrania jamás fue un país independiente y que la crisis actual se inscribe en una larga tradición según la cual Rusia se ve recurrentemente atacada por potencias occidentales: desde la Mancomunidad Polaco-Lituana a la Alemania nazi, pasando por Suecia y la Francia napoleónica.
Lo sorprendente no es tanto lo que Putin enumeró –una letanía de agravios nacionalistas, que inscriben su discurso en la tradición que Lenin denunció como "chovinismo de la Gran Rusia" –, sino lo que dejó de lado. La OTAN, supuesta amenaza existencial para Rusia en la actualidad, solo aparece en la segunda mitad de la alocución. Esto es llamativo porque, hasta hace poco, Moscú había enmarcado los conflictos territoriales del espacio post-soviético –Georgia en 2008, Ucrania en 2014– como resultado de la expansión oriental de la Alianza Atlántica. Y lo cierto es que, aunque Washington y Bruselas nunca firmaron un tratado comprometiéndose a fijar las fronteras de la OTAN, ofrecieron garantías a Moscú que incumplieron de manera sistemática tras el colapso de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia. Al retrotraerse a 1918 en vez de 1989, Putin no solo cierra la puerta a una resolución diplomática de la crisis actual. También formula la posición rusa en términos de agresión revisionista en vez de –como sostenía hasta la fecha, si bien con cada vez menos credibilidad– recurso defensivo in extremis. El discurso pronunciado esta madrugada, en el que declara que "la existencia misma de diferentes pueblos y gentes (...) siempre proviene de un fuerte sistema de cultura y valores, experiencia y tradiciones de los ancestros", es indistinguible de la retórica de la extrema derecha en el resto de Europa y Norteamérica.
En el campo opuesto, el atlantismo ha recurrido a un repertorio de metáforas desgastado. Una analogía frecuente ha sido la Conferencia de Yalta de 1945, cuando Stalin y Churchill acordaron un reparto de zonas de influencia en Europa tras la derrota de Hitler. Lo hicieron de forma poco decorosa: escribiendo sus preferencias en un folio y dando por buenos sus garabatos. La idea vendría a ser que hoy Ucrania no puede ser víctima del enésimo mercadeo entre grandes potencias. Esta imagen ofrece coordenadas éticas a las que atenerse, pero no una hoja de ruta ante la crisis actual.
El espantajo más empleado en estas ocasiones es también el menos preciso. Se trata de la Conferencia de Múnich de 1938. En aquella ocasión, Reino Unido y Francia permitieron que la Alemania nazi anexionase el territorio de los Sudetes –y, eventualmente, el conjunto de Checoslovaquia– para evitar una guerra que terminó estallando un año después. Las "lecciones de Múnich", como habitualmente se las conoce, empujan a pensar en la lucha armada como un conflicto moral –un prisma tal vez aceptable para la Segunda Guerra Mundial, pero en absoluto válido como principio general– y a concluir que sentarse a negociar con dictaduras revisionistas equivalen a convertirse en su tonto útil. Si vis pacem, para bellum.
No sorprende que el recurso a esta analogía lleve aparejado una política exterior más intervencionista. "Mi mente está en Múnich, pero el de la mayor parte de mi generación está en Vietnam" observaba en los años 90 la secretaria de Estado norteamericana Madeleine Albright. Esta perspectiva, como explica el historiador militar Andrew Bacevich, magnificó el atractivo del recurso a la fuerza al tiempo que minimizaba los reparos respecto a sus posibles consecuencias desastrosas. La era de intervencionismo desacomplejado culminó con la invasión de Irak, donde la administración de George W. Bush no mostró escrúpulos en recurrir, de manera especialmente maniquea, a comparaciones con 1938. Lejos de haber perdido prestigio, la analogía de Múnich sigue empleándose de manera casi obsesiva.
La historia sugiere que en momentos de emergencia nacional lo que resulta útil es aparcar esta comparación. Sirva el ejemplo de la crisis de los misiles de 1962. En aquella ocasión, los altos cargos norteamericanos recurrieron de manera sistemática a las comparaciones históricas para tratar de entender el comportamiento soviético. Cuando las "lecciones de Múnich" se emplearon para justificar un ataque preventivo en Cuba, John F. Kennedy expuso un contraejemplo más inteligente. Bombardear sin preaviso las instalaciones soviéticas, argumentó, constituiría un "Pearl Harbour a la inversa". El acto convertiría a Estados Unidos en un agresor deshonroso, similar al Imperio japonés cuando bombardeó la flota estadounidense por sorpresa en diciembre de 1941. Esta forma de entender la crisis contribuyó a encauzarla: lo que la URSS buscaba, al fin y al cabo, no era un expansionismo a ultranza como el del Tercer Reich, sino responder a la instalación norteamericana de misiles nucleares en Turquía.
¿Qué hay de quienes no se encuentran cómodos en ninguno de los bandos enfrentados? Una parte de la izquierda ha respondido a la escalada de tensiones desempolvando el "no a la guerra" de 2003. Pero esta analogía es aún más confusa que las anteriores, porque no asigna a Rusia el papel que le corresponde (es decir, el de un invasor por capricho, como lo fue EEUU en Irak). Tampoco ofrece líneas de actuación nítidas, más allá de expresar una repulsa general al enfrentamiento violento.
Resulta tentador concluir que el pasado no debe emplearse para orientar el presente. Lo más cómodo sería relegar las analogías anteriores a un cajón. Pese a todo, es posible recurrir a la historia para, por lo menos, evitar que se repita de forma catastrófica.
Es útil, por ejemplo, aproximarse a la crisis de Ucrania manteniendo presente el estallido de la Primera Guerra Mundial. Un conflicto que devastó Europa, causado por grandes potencias que competían de manera obtusa e inflexible por zonas de influencia. Como mostró Barbara Tuchman en Los cañones de agosto, los líderes europeos se arrojaron con frivolidad a un conflicto cuyas implicaciones no midieron de manera adecuada (salvo excepciones puntuales, que van de Lord Kitchener a Rosa Luxemburgo). Lo que cada potencia llegó a concebir como una intervención expeditiva y con consecuencias deseables para sus intereses nacionales se convirtió en un calvario sin precedentes, que imprimió una dirección nefasta al resto del siglo XX.
La cuestión no es identificar si el papel actual de EEUU se asemeja al de Gran Bretaña o si Rusia se parece a la Alemania imperial. Se trata de entender las dinámicas del conjunto. Como analogía histórica, agosto de 1914 enfatiza cuestiones que son pertinentes en febrero de 2022. Los efectos mortales del nacionalismo y los sentimientos de agravio nacional. La incapacidad de anticipar el desarrollo de una escalada militar aparentemente limitada. La posibilidad de que un incidente aislado ponga en marcha un movimiento sistémico (la mecha que prendió con el asesinato de Franz Ferdinand en 1914 también pudo haber detonado con las crisis de Marruecos en 1905 y 1911, o con el lento desmembramiento del Imperio Otomano). El momentum irreversible que genera la movilización militar, incluso ante la incredulidad social ("Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar", escribió Kafka en su diario el 2 de agosto). El punto de inflexión en que un pulso geopolítico pasa de ser estéril a devastador. Esta analogía histórica no proporciona una solución prefabricada a los problemas del presente, pero nos otorga una perspectiva aleccionadora de lo que puede pasar si persiste la deriva actual.
Como reza la máxima de Mark Twain –también algo desgastada y devenida en cliché–, la historia no se repite, pero rima. La cuestión es si seremos capaces de evitar los ecos más siniestros de nuestro pasado.
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