Cuando los seres humanos llegaron a sus asentamientos, los árboles y los bosques ya estaban allí. Desde los primeros momentos se estableció una relación de interdependencia entre los habitantes y las superficies frondosas. Los árboles proporcionaban espacios para el esparcimiento, para refugiarse de los calores en las épocas veraniegas, abastecían de leña a los hogares primitivos, proporcionaban frutos salvajes y sus ramas se utilizaban como cobertizos. En reciprocidad las comunidades cuidaban de su conservación y mantenimiento.
Llegaron tiempos de desarrollo y muchas comunidades percibieron que la agricultura, necesaria para su supervivencia, necesitaba terrenos para el cultivo. Si la orografía lo permitía compatibilizaban sus respectivas funciones. En otras configuraciones del terreno se procedía a la tala o la quema para habilitar superficies cultivables. Han pasado los tiempos y las civilizaciones. Lamentablemente la falta de educación ambiental, la ambición de muchas industrias, la permisividad y descuido de las administraciones públicas y la indiferencia suicida de muchos ciudadanos están poniendo en peligro el equilibrio ecológico del planeta. De momento, sin perjuicio de los avances de la ciencia, los bosques y las plantas son el principal laboratorio para captar el CO2 que emitimos al ambiente, propiciando el calentamiento global. Aunque solo fuera por eso merece la pena cuidarlos y protegerlos. Los incendios forestales irrumpen, como un fatal acontecimiento que, al igual que las golondrinas, retorna cada verano.
Aún a riesgo de ser tachado de iluminado o iconoclasta, creo que ha llegado el momento de reconsiderar las tesis jurídicas ancestrales que sostienen que solo las personas físicas pueden ser sujetos de derechos. El mundo del derecho no tuvo inconvenientes para extender la titularidad de derechos a las personas jurídicas. Las asociaciones de toda clase y las empresas y sociedades mercantiles disfrutan de capacidad jurídica e incluso pueden incurrir en responsabilidad penal como cualquier otro delincuente. Se trata de una ficción útil que no tiene por qué detenerse y desdeñar la posibilidad de extender la titularidad de derechos a los animales y las plantas. Que nadie se lleve las manos a la cabeza, el debate se ha iniciado y ha calado en algunos sectores de la comunidad jurídica internacional.
El Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea exige a los Estados miembros que respeten las exigencias en materia de bienestar de los animales como seres sensibles. El legislador español ha respondido a estos planteamientos promulgando la ley de 15 de diciembre de 2021. Austria, Alemania y Suiza elevan el reconocimiento de los animales como seres vivos dotados de sensibilidad a rango constitucional. Francia y Portugal, han modificado sus Códigos civiles. La ley española modifica el Código Civil, la ley procesal civil e incluso la ley hipotecaria, reconociendo su naturaleza de seres vivos dotados de sensibilidad. El Código Penal castiga el maltrato de los animales otorgándoles la condición de víctimas de un comportamiento delictivo. En las primeras reformas de los Códigos Civiles europeos (Austria, Alemania y Suiza) para concederles la naturaleza de seres sintientes, se utilizó una formulación «negativa», en el sentido de que los animales no son cosas o no son bienes. Por el contrario, en los recientes Códigos Civiles francés y portugués, se opta por una descripción «positiva» de la esencia de estos diferenciándolos, por un lado, de las personas y, por otro, de las cosas y otras formas de vida, como las plantas.
La consideración de la vegetación como una forma de vida abre la vía para explorar las posibilidades de otorgar también derechos a las especies vegetales que existen en a la naturaleza como la vegetación y los árboles. Los bosques han sido una fuente inagotable para el género literario. Cuentos infantiles, relatos fantásticos, leyendas. Si alguien tiene dudas sobre la magia de los bosques que lea El bosque animado de Wenceslao Fernández Flores, en el se nos muestra la vida de todas las criaturas que conviven con los entrelazados árboles.
Ha llegado el momento, ya vislumbrado en círculos jurídicos, de dar forma jurídica constitucional a la naturaleza como sujeto de derechos. Existe un trabajo conjunto publicado por la Universidad Libre de Bogotá en el año 2019, cuyo título es suficientemente expresivo: La naturaleza como sujeto de derechos. Una idea revolucionaria. Las constituciones de Bolivia y Ecuador sientan los primeros pasos para considerar a los entes naturales como titulares de derechos. El proyecto rechazado, de la Constitución chilena, avanzaba en este camino.
En el mundo anglosajón Christopher D. Stone, juez y profesor de Derecho de la Universidad del Sur de California, en 1972 publicó un ensayo que se sintetiza en una pregunta sugestiva: ¿Deberían los árboles tener acceso a los tribunales? Sostiene que los objetos de la naturaleza tienen legitimidad para ser titular de derechos. La idea se consolida en una sentencia del Tribunal Supremo norteamericano de 1973 (Caso Sierra Club. v Morton). Sierra Cruz era una asociación ecologista que se opuso a la construcción de un parque de atracciones en la proximidad de un bosque de secuoyas centenarias, con la posibilidad añadida de contaminar el cauce de un río. La pretensión de los ecologistas ante la municipalidad concesionaria fue rechazada por falta de legitimación. Recurrieron y el juez Douglas consideró que el río era titular de derechos que podía ejercitar por persona interpuesta. En un momento de su razonamiento suscita una pregunta para fundamentar su decisión: ¿Pueden los árboles estár en pie? Contesta: "La posición natural de un árbol como la del río es permanecer a salvo de acciones contaminantes". No se trata de reconocerle todos los derechos qué tienen los seres humanos para ejercitar acciones en un proceso. Admitió la posibilidad de que alguien, en nombre y representación de un río y por extensión de cualquier componente material del sistema terrestre, pueda comparecer en un juicio y reclamar los perjuicios ocasionados por la agresión a sus derechos.
No podemos contemplar impasibles cómo los árboles permanecen indefensos ante, la avaricia de los explotadores, el desinterés de los políticos y el desprecio de los ciudadanos que ignoran los beneficios que nos proporcionan. Solamente por su función de captar el CO2 merecen la máxima protección. Las políticas necesarias son de sobra conocidas: cortafuegos, limpieza de los suelos, medios de detección inmediata de los fuegos, dotaciones de personal especializado en sus diversas funciones y sobre todo una educación ecologista en la escuela y un continuo seguimiento en los medios de comunicación. Se trata de soluciones que suponen un coste accesible a las arcas públicas, con unos resultados altamente rentables.
Las políticas forestales han servido para demostrar la superioridad de lo público sobre lo privado en materias de interés general. Los montes comunales son espacios públicos pertenecientes a entidades locales que explotan y se benefician de su aprovechamiento. Los vecinos los conservan, los vigilan y protegen e incluso tienen una relación afectiva con su entorno. Estadísticamente está comprobado que su exposición a la voracidad del fuego es mucho menor que la de otros montes privatizados o reforestados con la exclusiva intención de explotarlos económicamente en beneficio de las grandes industrias papeleras y madereras.
Frente a políticos obtusos, como el vicepresidente de Castilla y León, que tiene el desparpajo de achacar los orígenes del fuego devastador a los ecologistas, los árboles desprotegidos nos dan un ejemplo de dignidad. Arden de pie, no se derrumban ante la voracidad del fuego. Algunas especies tienen hasta la capacidad de regenerarse y otras son pasto de la especulación descarada de los que no dudan en sacar provecho económico de la devastación desoladora que nos ofrece e interpela un bosque quemado.
La naturaleza se siente indefensa y no soporta más daño. Pienso que en estos momentos el derecho nos puede proporcionar las pautas necesarias para reconocer, en un texto interno o internacionalmente aceptado, la posibilidad de otorgar a los animales y las plantas derechos que deben ser protegidos. Obviamente no los pueden articular de forma directa en un proceso judicial pero una persona o un grupo de personas podría ejercitar acciones de protección y defensa, alegando un interés legítimo y constitucional de protección del medio ambiente.
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