La URSS se disolvió en 1991 o eso pensábamos, aquel fin de la historia, del que ahora se desdice Fukuyama, realmente no lo fue. La desintegración del imperio soviético todavía continúa. Pero el proceso que comenzó durante los primeros años noventa del siglo pasado y del que tanto se ha rememorado en estas últimas semanas como consecuencia de la muerte del último secretario general del PCUS, Gorbachov, todavía no ha finalizado y del que ahora vemos de manera cada vez más cruda sus consecuencias.
Con la implosión soviética se dio por concluida la Guerra Fría y con ello se determinaba el fin de las aspiraciones imperiales rusas, eso sí, un imperio que seguía manteniendo su arsenal nuclear intacto, como indicó Hobsbawn en 1998. Sin embargo, a todas luces lo que se está viviendo en estas horas, meses ya, son probablemente los estertores de un sueño imperial que a la luz de los acontecimientos ya no podrá ser. La desintegración soviética dejaba no pocos cabos sueltos en las fronteras inmediatas del corazón del imperio, los conocidos como conflictos congelados, nunca resueltos, nunca dentro de la esfera de atención occidental y, sin embargo, esenciales para el mantenimiento de las áreas de influencia en el Kremlin durante todos estos años.
Fue durante unos primeros años convulsos inmediatamente después de la disolución de la URSS cuando se produjo la cronificación de estos conflictos. Transnistria en 1992 o la primera guerra del Nagorno-Karabaj entre 1988 y 1994 constituyen quizás los ejemplos más representativos. Pero, sin duda, fue la anexión rusa de Crimea y el comienzo de las hostilidades en el Donbass en 2014, que marcaron un punto de inflexión en el devenir de estos territorios y de sus relaciones con su metrópoli. Fue en ese momento, cuando prácticamente todos o casi todos estos conflictos que reivindicaban el derecho a la secesión y que hasta entonces habían permanecido adormecidos comenzaron a despertar. Entonces el temor era que Rusia pudiera utilizar a la población rusa presente en estos territorios como arma desestabilizadora.
La invasión rusa de Ucrania en 2022, y especialmente, el devenir del frente de guerra durante las últimas semanas, han hecho que, de nuevo, ahora, comiencen a detectarse movimientos que potencialmente podrían descongelar alguno de estos conflictos que, tal y como se ha visto durante estos años, se activan y desactivan en función de los distintos contextos y coyunturas.
Este es el caso de Armenia y Azerbaiyán, dos países caucásicos, exrepúblicas soviéticas, que llevan 30 años pleiteando por el denominado Nagorno-Karabaj o el Alto Karabaj. Se trata este de un enclave étnico que durante el periodo soviético había sido una provincia poblada por armenios cristianos y que se sitúa en el centro del territorio azerí mayoritariamente musulmán y que reivindica su independencia y anexión a Armenia. Hasta la guerra que tuvo lugar en 2020 y que, de nuevo, enfrentó a ambos países, el territorio, aunque oficialmente azerí, había estado controlado por fuerzas armenias. En 2020 Azerbaiyán fue el gran vencedor de la guerra con el apoyo impagable de Turquía y de Israel, y la mediación de Rusia que desplegó fuerzas de pacificación en el territorio. Esta situación ha hecho aumentar significativamente la dependencia militar de Armenia de Moscú, además de incrementar la influencia rusa en el Cáucaso. A pesar de que el fin de esa segunda guerra de Nagorno-Karabaj finalizó en 2020, lo cierto es que las escaramuzas no han dejado de ocurrir entre ambas partes. Así en enero de 2022 volvieron a producirse varios combates en la zona. Algo que vemos que se vuelve a repetir de nuevo con la ofensiva azerí.
En paralelo a este repunte de las operaciones militares en torno al Nagorno-Karabaj, también se han observado movimientos en otras latitudes situadas en la periferia inmediata de la Federación Rusa. Así, desde Georgia se escuchan voces que plantean la recuperación del control de Osetia del Sur, bajo control ruso desde 2008, y que en mayo de este mismo año había planteado un referéndum con el fin de incorporarse a la Federación Rusa, algo que finalmente quedó en suspenso. Esta situación abriría un nuevo frente en las líneas rusas, un frente que, sin duda, pillaría con el pie cambiado a Moscú, que ya se encuentra con bastantes problemas.
Y como las malas noticias nunca vienen solas, un tercer frente se abre también, esta vez en Asia Central, entre Kirguistán y Tayikistán. De nuevo, nada nuevo. Desde la disolución de la URSS ambas repúblicas han luchado por el control de la demarcación fronteriza, de los casi 1.000 kilómetros de frontera entre ambos, sólo 580 se han demarcado, de este modo, asistimos a escaramuzas y enfrentamientos de manera recurrente desde los años 90 del siglo pasado. El penúltimo de ellos en mayo de este mismo año. Lo más llamativo de este episodio sea que ambos países se dirigen a una cumbre de la Organización de Seguridad de Shanghai que se celebra estos días en Uzbekistán y que contará con la presencia de Putin y Xi Jinping. Parece claro que quieren ir con las cosas más claras y así asegurar el control del territorio conquistado.
La exitosa contraofensiva que se vive en el frente del Donbass durante las últimas semanas con el repliegue de las tropas rusas, pero, sobre todo, con el golpe moral que supone para el Kremlin la ingente pérdida de territorio en la región, parece claro que está teniendo repercusiones en la periferia de la Federación Rusa. La errática evolución de la guerra en Ucrania por parte del ejército y la inteligencia rusa está haciendo que aquellos territorios que siempre han estado temerosos de la potencia militar del Kremlin comiencen a perderle el miedo e, incluso, a retarlo de manera abierta. Con este escenario, uno más, parece que no contó Putin en febrero de 2022.
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