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Mierda de caballo

Jonathan Martínez

Mierda de caballo
El presidente de la Junta y candidato del PP a la reelección, Juanma Moreno, en la feria de Alcalá de Guadaíra (Sevilla). /
EFE/ JOSÉ MANUEL VIDAL

En un relato de Wiliam Faulkner titulado Incendiar establos, el aparcero Abner Snopes se dirige junto a su hijo Sarty hacia la mansión del comandante De Spain porque quiere conocer al hombre para quien va a empezar a trabajar. Snopes parece minúsculo frente al caserón aunque en realidad nunca ha parecido grande en ningún sitio. Tal vez por eso, para crecerse, hunde su pie en una mierda fresca de caballo justo antes de franquear el pórtico y arruina la alfombra francesa de la señora De Spain, que sale alborotada a pedirle al campesino que se largue.

No se trata solo del temperamento irascible de Snopes o de su pasado de cuatrero. Tampoco es una mera cuestión de envidia. La familia De Spain, es cierto, disfruta de una casa "tan grande como un juzgado" y puede permitirse un mayordomo, por supuesto negro, que se pasea en chaqueta de lino y cierra el paso a las visitas. Sin embargo, la verdadera cuestión es que el comandante De Spain, dice Snopes, "va a ser dueño y señor de mi cuerpo y de mi alma". El uno es empleador y el otro es empleado. El uno puede permitirse alfombras de cien dólares y el otro ni siquiera ha empezado a ganar sus primeros centavos.

En la obra de Faulkner palpitan los estragos de la guerra civil, la derrota confederada y la llegada de un tiempo nuevo en que el fin de la esclavitud abre paso a otras formas de explotación. En agosto de 2005, cuando el huracán Katrina trituró el sur de Estados Unidos, los medios de comunicación presentaron la devastación como una desgracia fortuita. Pero incluso las catástrofes naturales son selectivas. En el Lower Ninth Ward, un barrio de Nueva Orleans arrasado por las aguas, más del 98% de la población era negra y más de un tercio vivía en la miseria. El profesor Martín Espada lo resumió con palabras lapidarias: "Es peligroso ser pobre; es peligroso ser negro".

La guerra civil estadounidense poco tiene que ver con la guerra civil española, si acaso nos vienen a la memoria los brigadistas del Batallón Abraham Lincoln. En el documental Héroes invisibles, Alfonso Domingo y Jordi Torrent cuentan la historia de casi un centenar de voluntarios afroamericanos que cruzaron el Atlántico para defender en Europa los mismos derechos que defendían en América. Luchar por la República equivalía, entre otras cosas, a luchar contra las leyes raciales de Núremberg que los aliados de Franco habían promulgado en 1935 contra judíos, gitanos y negros.

Los antifascistas de la Brigada Lincoln perdieron por partida doble. Perdieron la guerra del 36 al son del "Jarama Valley" y perdieron al regresar a casa, donde el FBI y el Comité de Actividades Antiestadounidenses los hostigaron, los tacharon de comunistas subversivos y los degradaron a la infamia de las listas negras. La ingratitud de la clase dirigente y la distorsión de la memoria trató de enturbiar la reputación de los combatientes. En 1984, el propio Ronald Reagan declaró que los brigadistas estadounidenses habían luchado en el lado equivocado.

Estados Unidos y España se abrazaron durante los primeros suspiros de la Guerra Fría. Aunque la Segunda Guerra Mundial los había puesto en bandos enfrentados, a la Casa Blanca y al parafascismo español los unía el anticomunismo y el odio declarado contra los derechos de la clase trabajadora. Cuando el senador McCarthy empezó a crucificar sindicalistas, Franco ya había hecho suyo el programa de la oligarquía. Si el 1 de mayo recuerda en todo el mundo a los obreros que murieron ahorcados en 1886 en Chicago, la dictadura franquista eligió el 18 de julio para celebrar la Fiesta de Exaltación del Trabajo. En 1939, el ABC anunciaba "actos de fraternidad entre patronos y obreros" y clamaba contra el "odio de clases" de los socialistas.

Ni la guerra civil estadounidense tiene mucho que ver con la guerra civil española, ni ambos sures resultan semejantes por mucho que Andalusia sea una ciudad de Alabama. No obstante, merece la pena preguntarse por qué las tasas más altas de desempleo caen siempre más abajo de Despeñaperros. Por qué en otros lares proliferó la industria mientras en Andalucía prosperaba una élite de terratenientes a costa del sudor jornalero. Basta darse una vuelta por los invernaderos de Almería o por la fresa de Huelva para entender quiénes han poseído siempre y quiénes siempre serán desposeídos.

A partir de esta semana, las 20.000 fortunas más grandes de Andalucía no tendrán que pagar el Impuesto de Patrimonio. Son el 0,2% de los andaluces. Que Juan Manuel Moreno haya viajado hasta Madrid para anunciar su regalo fiscal parece una declaración de intenciones. La capital se ha convertido en un bufé libre para millonarios mientras la brecha de clase se ensancha día a día. El año pasado, la población en riesgo de pobreza en España creció hasta el 27,8% mientras que el número de ricos alcanzaba sus cifras más altas en plena pandemia.

Tras la crisis económica de 2008, el movimiento Occupy Wall Street entendió que no hacía falta recurrir a tecnicismos marxistas para explicar la lucha de clases sino que bastaba acudir a su correlato estadístico: "Somos el 99%". Perdonar impuestos a los ricos es robar al 99%, saquear nuestras escuelas públicas, nuestros centros de atención primaria, nuestros salarios, nuestras pensiones. Regalar la bolsa común a los ricos es jugar al Robin Hood inverso, lo haga Ayuso con postureos de Virgen de los Dolores o Juan Manuel Moreno con eufemismos de mosquita muerta.

Y es que incluso con mayoría absoluta representan a una minoría. La del 1%. La de menos del 1%. La de los señoritos consentidos y los cortijos blindados. Pero la historia no se detiene ni en Nueva Orleans ni en Cádiz ni en el valle del Jarama. Y siempre habrá gente que les cante las cuarenta a quienes nos quitan lo que no tenemos. Siempre habrá gente harta de pobrezas, cansada de escarnios, dispuesta a cruzar los pórticos más lujosos para llenar de mierda de caballo las alfombras.

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