Dominio público

Perú sigue jodido: vuelven las protestas tras un diciembre negro para la democracia 

Esther Rebollo

Directora adjunta de 'Público'

Los partidarios del derrocado presidente de Perú, Pedro Castillo, prendieron fuego a un ataúd falso de la presidenta Dina Boluarte, durante una protesta en la Plaza de Armas de Cusco, Perú, el 20 de diciembre de 2022.- AFP
Los partidarios del derrocado presidente de Perú, Pedro Castillo, prendieron fuego a un ataúd falso de la presidenta Dina Boluarte, durante una protesta en la Plaza de Armas de Cusco, Perú, el 20 de diciembre de 2022.- AFP

Rondaba el año 1969 y un joven Mario Vargas Llosa publicaba una de las novelas más leídas y espléndidas de la literatura latinoamericana: Conversación en La Catedral. Aquel joven izquierdista, que entonces defendía los derechos de los pueblos y estaba alineado a la revolución cubana, no se imaginaba el debate que abriría con la frase que catapultó su magna obra: "¿En qué momento se jodió el Perú?".

Y no son pocos los intelectuales que se han dado a la tarea de responder a esa pregunta. Desde el poeta Jorge Pimentel, quien indicó en su día que "Perú siempre estuvo jodido y siempre lo estará", hasta el novelista Jeremías Gamboa, para quien simplemente "el Perú se jodió al momento mismo de nacer". Otras creemos, sin ánimo de ofender, que el Perú se jodió cuando personajes como el Nobel de Literatura, ahora rey de corazones, quiso ser presidente (sin lograrlo) con un programa tan neoliberal y mercenario que terminó siendo copiado por su entonces rival, el dictador Alberto Fujimori, encarcelado por corrupción y violación de los derechos humanos. 

Aún así, es de recibo reconocer que Perú nunca fue un país igualitario, pues desde que se fundó la República, en 1821, el racismo y la falta de respeto al pueblo ha campado a sus anchas. Y para ahondar en cómo se ha ido perpetuando el sistema feudal, Vargas Llosa ha tenido la desfachatez de afirmar que los peruanos no saben votar y de apoyar en unas elecciones a Keiko, la hija del dictador.

Perú siempre es un ahogo. Su costa, sierra y selva no son comprendidas por la capital, Lima, cuna de Virreinato y oligarquía feroz, donde todo se permite, donde más de la mitad de la economía es informal, allí pocos pagan impuestos (los pobres por informales y los ricos, por privilegios, los evaden como pueden). Formas nefastas y corruptas de entender la vida y la política que se han ido extendiendo a las regiones y zonas aisladas. El centralismo no deja respirar a los pueblos andinos y amazónicos. 

Es allí, donde los peruanos que eligieron al maestro rural Pedro Castillo, en 2021, se levantaron el pasado diciembre cuando éste fue encarcelado por, ni más ni menos, cerrar un Congreso que le iba a destituir, un Congreso corrupto, lleno de personajes extremos que nunca han mirado por la gente. Aún así, no se puede justificar a Castillo porque lo hizo mal, porque perpetró un autogolpe sui generis, porque no supo gobernar ni lidiar con tales bestias políticas. Castillo fue simplemente un incapaz. El profesor nunca representó a la izquierda, pero de él emanó esperanza para muchos. Fue un títere de otros caciques regionales y sirvió para evitar que Keiko Fujimori llegara al poder.

Los 28 peruanos muertos por la represión durante las protestas contra el encarcelamiento de Castillo, en diciembre pasado y ya bajo el Gobierno de Dina Boluarte, quien asumió por orden constitucional desde la Vicepresidencia, son una prueba más del desorden democrático en Perú, de esa historia plagada de cosas mal hechas, de la costumbre de silenciar una protesta legítima. Sí, es cierto que cuando el pueblo andino se enfada, se levanta, pero también es cierto que la respuesta es siempre el aplastamiento. Si se manda a los militares a controlar las protestas, siempre va a haber muertos. Eso nos lo ha contado muy bien la historia de cualquier pueblo latinoamericano. 

Boluarte, primera mujer presidenta de Perú, no tiene el apoyo del pueblo. Tampoco de la derecha fujimorista ni de los más reaccionarios, aunque éstos le van a permitir mantenerse en el puesto (por ahora), siempre y cuando baile al son de su melodía. Boluarte es prisionera de quienes querían dar el golpe los primeros. Con lo que sí cuenta la presidenta es con el respaldo de Estados Unidos, que le estaría pidiendo, según las malas lenguas limeñas, que aguante en el cargo. El fantasma de la Casa Blanca siempre planea sobre los estados latinoamericanos, siempre tiene algo que decir e imponer.

Es Dina Boluarte quien mandó hace varias semanas a los militares a aplastar las protestas en Ayacucho, Apurímac, Arequipa, esas zonas andinas del sur peruano... En su primera entrevista desde que asumió la Presidencia, Boluarte afirmó esta semana al diario La República de Lima: "No tiene que haber más muertos", pero no logró explicar cómo lo va a conseguir. Tampoco pudo responder a las preguntas directas y bien armadas del periodista sobre si era capaz de considerar "terroristas" a los taxistas, estudiantes y trabajadores asesinados por los disparos de las Fuerzas Armadas, ni siquiera sabía que esas víctimas eran gente común. "Lo vamos a investigar", se limitó a decir.

Diez de esas 28 víctimas perdieron la vida en Ayacucho, una región que sabe muy bien lo que es el miedo; allí se ensañaron tanto Sendero Luminoso como el Ejército peruano durante la guerra interna (1980-2000) contra civiles, contra campesinos y estudiantes; allí todavía buscan a sus desaparecidos. Hoy sigue el miedo en Huamanga, la capital ayacuchana, y por eso miran por los resquicios de sus puertas y ventanas si la horda de militares sigue ahí. 

Tras una tregua navideña, que ha servido para enterrar a los muertos, los peruanos han retomado las protestas este 4 de enero. Ojalá no se cumpla lo que no quiero escribir: Perú está condenado al suplicio. 

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