Dominio público

Los Reyes Magos

Santiago Alba Rico

Escritor, filósofo y ensayista

Los Reyes Magos
Imagen de Josep Monter Martinez en Pixabay

Hace algunos años escribí un texto en defensa de los Reyes Magos. He tenido amigos cuyo odio a la Navidad, por sus raíces religiosas o por su dimensión consumista, se trasladaba al día de la Epifanía y a la costumbre de hacer regalos a los niños. Como la verdad es revolucionaria, no esperaban a que el malandro del cole hiciera perder la fe a sus hijos sino que se adelantaban a aleccionarlos desde la más tierna infancia, recordándoles de dónde procedían todos los bienes, y hasta los reclutaban para una campaña de desalienación como quintacolumnistas escolares: quizás eran ellos los malandros que revelaban a los otros compañeros esa verdad destructiva e innecesaria.

En fin, lo cierto es que nacemos en un mundo que nos precede ya organizado a partir de materiales muy diversos, de manera que a veces, como recordaba hace poco Miguel Alvarez Peralta, más revolucionario que luchar contra ellos (y contra la gente que los comparte) es intentar reciclar esos materiales en favor de un proyecto más liberador que el original mismo. Podemos y debemos inventar tradiciones alternativas (porque las tradiciones nacen y mueren, salen de los suburbios o se fabrican en los palacios), pero podemos también, en tiempos adversos, aprovechar los huecos acogedores de una tradición secular para oponer resistencia a los poderes destituyentes del capitalismo y generar, al mismo tiempo, vínculos transformadores. El cristianismo, mal que nos pese, es nuestra tradición, una tradición compartida por millones de compatriotas y trufada de ideas no pensadas que debemos repensar y de trincheras acogedoras que podemos okupar. La Navidad es despilfarradora, contaminante, clasista y religiosa, sí; pero es asimismo colectiva, festiva, popular, afectiva y pagana.

La tradición de los Reyes Magos ofrece al menos dos ideas que convendría explorar como espectros de optimismo para el año que ahora empieza.

La primera tiene que ver con el triunfo de una rarísima conspiración en favor del bien. Me explico: si la mayor parte de los niños creen en los Reyes Magos (o en el Olentxero o en la Befana o en Papá Noel) es porque la única alternativa a los fantásticos monarcas de Oriente es sin duda mucho más fantástica. Es más fácil creer, en efecto, en viajes nocturnos a lomos de camello y sigilosos ingresos en hogares dormidos que en un acuerdo unánime entre adultos confabulados para una buena acción. ¿Cómo creer que todos los mayores -padres, maestros, periodistas- puedan ponerse de acuerdo para hacer regalos a los niños y guardar el secreto? Esos padres peleados, belicosos, amargados, chillones, envidiosos, chismosos, ¿cabe concebirlos como cómplices de una conspiración universal que, de alguna manera, reproduce e invierte la de "la mano invisible" de Adam Smith? ¿Mi padre colaborando con mi vecino? ¿Millones de cuñados, de tías regañonas, de ricos sin entrañas, de pobres ofendidos, poniéndose de acuerdo para hacer felices a los hijos? Si los Reyes Magos existen no es porque los niños crean en ellos; los niños creen en ellos, al revés, porque la verdad es increíble: la de que todos los padres del mundo cooperan materialmente, con su gesto y su silencio, para sostener su existencia. Ese "pacto de silencio universal", reverso luminoso del de las mafias y los lobbies, mantiene permanentemente abierta desde hace siglos la brecha de otra conspiración posible, ingenua, generosa y populista. La izquierda, en lugar de luchar contra los Reyes Magos, debería adoptarlos como patrones de la futura república federal democrática.

La segunda idea es más compleja. Comienza, en todo caso, con una imagen muy hermosa: la de esos reyes poderosísimos de Oriente desplazándose cientos de kilómetros para obedecer a un niño; para arrodillarse ante un niño pobre y perseguido nacido en un establo. Ese niño, recordémoslo, no estaba protegido por ninguna ley. Al contrario. Sus padres habían huido para salvarlo de la matanza decretada por el gobierno de Herodes. ¿Por que esos reyes orientales lo adoran, se inclinan ante él, le rinden culto y le hacen regalos? Han reconocido en él a un dios, se dirá: no, han reconocido en él a un niño, esa máxima vulnerabilidad que todos los padres, sí, carpinteros o banqueros, consideran por igual sagrada. Melchor, Gaspar y Baltasar viajan a Belén para afirmar, frente a Herodes, el carácter sagrado de todos los recién nacidos. Vienen a reconocer con un gesto de respeto que ninguna ley puede amenazar lo que no esta protegido por la ley. Los niños, como los árboles, como los poemas, se defienden solos.

Vale. No nos engañemos. Al menos en esta parte nuestra del mundo los niños y los árboles siempre han estado en peligro. Quizás el Derecho nace en Occidente precisamente por eso: como respuesta a esa desacralización que ha vuelto vulnerables, una detrás de otra, a todas las criaturas. El capitalismo, en este sentido, con su enorme poder corrosivo, acaba sirviéndose del Derecho que nace permanentemente contra él. Si la tesis tiene algún fundamento, debemos concluir, no sin cierta desazón, que el Derecho, tan necesario, ilumina en realidad el fracaso de las cosas sagradas en la tarea de su propia autodefensa: la vida, las plantas, la belleza, los elefantes, las casas, los niños. Los Reyes Magos vienen a recordarnos que hay cosas que solo están realmente seguras si se defienden a sí mismas.

En las Cartas persas, Montesquieu nos contaba la extraña fábula del pueblo de los trogloditas, que fueron primero malos y luego, demográficamente depurados por una epidemia, completamente buenos: tan buenos que en su aldea no había ni robos ni mentiras ni violencia ni, por lo tanto, leyes. La vida transcurría plácidamente hasta que a una pareja de jóvenes se le ocurrió acudir al más viejo de la tribu para pedirle una constitución. El viejo se echó a llorar desconsolado: "Ay" (cito de memoria) "¡alcanzar esta edad para ver que los trogloditas quieren ser obligados a hacer por ley lo que hasta ahora hacían llevados por los dictados de su propio corazón!". Los jóvenes pensaban quizás que el mal podía volver y que, "por si acaso", era una buena idea redactar una constitución en las mejores condiciones imaginables, allí donde era más fácil ponerse de acuerdo y excogitar desde la razón tranquila las leyes más justas concebibles. El viejo, por su parte, consideraba que con las leyes entraba ya en el mundo el mal que ellas mismas querían evitar.

Algo de esta ficción troglodita de tranquilidad racional -digamos de pasada- preside nuestras constituciones democráticas, concebidas desde "la razón tranquila" para un mundo que se sabe atravesado por el mal y en el que, por tanto, el "por si acaso", más allá de los derechos democráticamente establecidos, se vuelve casi siempre anticonstitucional. Quiero decir, por ejemplo, que el hecho de que la mayor parte de los abusos sexuales se cometan en el ámbito familiar no puede llevarnos a imponer la abolición de la familia; hay que "hacer como si" todos los padres amasen a sus hijos y ello porque el amor funciona mejor que el Estado a la hora de cuidar a un bebé y transferir valor al cuerpo de un ser humano. El Derecho democrático no puede ni siquiera plantearse la posibilidad de evitar todos los crímenes; si funciona es porque ha renunciado desde el principio a la seguridad total y porque, al contrario que una dictadura, no intenta imponer un "ideal" (toda dictadura es idealista, recordaba Alberto Saviano) sino mejorar el mundo real.

Así que dejamos a los niños en manos de sus padres, que están locos pero que a veces les hacen regalos, a sabiendas de que, si intentáramos evitarles todo mal, introduciríamos un mal mayor. Como las sociedades no trogloditas están pobladas de Herodes, individuales y estructurales, desde 1959 los niños, declarados sujetos jurídicos, detentan una serie de derechos elementales e inalienables. Esa Declaración de los Derechos del Niño se propone protegerlos, es verdad, pero de entrada señala la creciente vulnerabilidad de los niños en un mundo de adultos no trogloditas. Un niño es un hecho, una planta es un hecho, un elefante es un hecho. Cuando los hechos no logran imponerse por sí mismos llega el Derecho, casi siempre demasiado tarde, a concederles derechos, de manera que la condición de "sujeto de derechos" implica, de algún modo, la pérdida -si se quiere- de realidad ontológica y valor existencial. Eso es lo que pasa también con los árboles; quizás no haya más remedio que considerarlos sujetos de derecho, junto a toda la Pachamama, o valorarlos por su utilidad para la supervivencia del planeta. Pero lo cierto es que lo único que podría realmente salvarlos es la consideración de su belleza. El jardinero Marco Martella decía en una reciente entrevista: "La belleza de los grandes árboles es tan importante como el oxígeno. La ecología no puede descuidar la belleza". La insistencia militante en las leyes o en la supervivencia de la especie deja fuera lo único que puede proteger aún a las criaturas del furor capitalista: el interés troglodita por el bien y la belleza.

En su interesante Estética fósil Jaime Vindel dice: "Las normas no son siempre opresivas, del mismo modo que los deseos no son siempre liberadores". Tiene mucha razón, tanto respecto de las normas como respecto de los deseos. Por eso conviene no deshacerse alegremente de la Ilustración,  que pensó la liberación a través de las leyes comunes y puso la voluntad general por encima de la pureza in-común de los deseos (¡qué bien lo cuenta John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance!). Necesitamos más que nunca un Derecho liberador; es decir, un Derecho troglodita fundado en la ficción de la tranquilidad común. Al mismo tiempo, sin embargo, cumple recordar que un mundo solo protegido por leyes y por normas es un mundo que hemos declarado sin más valor que el que le otorgan las leyes desde fuera. Es un mundo, si se quiere, sin valor propio. ¿Y para qué queremos que las leyes defiendan un mundo que no vale nada?

Así que los Reyes Magos nos enseñan dos cosas que me atrevería a calificar "de izquierdas". La primera: que otra conspiración es posible, ingenua mano invisible de humanos heterogéneos (el 99% contra el 1%) pactando en silencio los remiendos luminosos del mundo. La segunda: que las cosas que valen realmente la pena se forman al margen de la ley y que, si queremos protegerlas de verdad ahora que se vuelven cada vez más vulnerables, es necesario obedecerlas y cuidarlas fuera de la ley: porque nos gustan, porque son razonables, porque son buenas, porque son bellas.

De momento cumplo con mi propósito de año nuevo de no empezar 2023 publicando un artículo triste o derrotista. Por si acaso.

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