DANIEL BORRILLO
Los ataques de la Conferencia Episcopal al Gobierno de España se inscriben en un proceso de creciente teocratización de la política. La elección de Ratzinger es un elemento más de la progresiva injerencia de las religiones en los asuntos del Estado. La voluntad del actual Papa de re-cristianizar Occidente está acompañada de otros inquietantes eventos de los que se desprende un objetivo común: la lucha contra la secularización social y la laicidad del Estado. La ley de Dios, interpretada por los representantes de los tres grandes monoteísmos –judaísmo, cristianismo e islamismo– viene siendo progresivamente presentada como un nuevo programa político que, desde las administraciones Reagan y Bush (padre e hijo) hasta la presidencia polaca de Lech Kaczynski, pasando por las teocracias árabes y el partido israelí Judaísmo Unido de la Biblia, de manera constante tejen redes internacionales para imponer una visión del mundo fundada en la desconfianza a la libertad individual, a la razón y a la modernidad.
Desde finales de los años setenta se producen determinados acontecimientos que fueron invadiendo progresivamente la religiosidad en la vida política. En 1977 determinados grupos religiosos ortodoxos aprovechan el debilitamiento del partido laborista para entrar en el Parlamento de Israel. Un año más tarde es proclamado Papa el conservador cardenal Wojtila. En Irán, la revolución islámica lleva a Ayatolá Jomeini al poder en 1979. Desde entonces, la laicidad ha comenzado a fragilizarse.
El integrismo no es más que una lectura particular de la religión. Toda ingerencia de ésta en los asuntos públicos constituye una anomalía que necesita ser denunciada so pena de dejar instalarse en la democracia el germen del autoritarismo religioso. Durante siglos, en nombre de Dios se han cometido más crímenes que en las dos últimas guerras mundiales juntas.
Las cruzadas, la guerra santa (Yihad), los conflictos entre católicos y protestantes, la persecución de los judíos, constituyen ejemplos incontestables del daño moral y político que ha provocado y continúa provocando la religión. Pero ¿cómo podría ser de otra manera? Las tres religiones reveladas se dicen dueñas de la verdad única e universal y quienes no reconocen dicha primacía son considerados impíos. Si en el último siglo las cosas han cambiado no se debe a la autocrítica de la religión y a su espíritu de tolerancia, sino a la limitación que la laicidad y la sociedad secular han sabido imponer a la intransigencia metafísica de aquella. Sin embargo, los contrapesos y barreras construidos durante siglos por las democracias occidentales se encuentran hoy día debilitados. Más del 20% de la población latinoamericana es evangélica. La Marcha por Jesús en San Pablo (Brasil) congregó el año pasado a más de tres millones de personas. Las sectas protestantes son propietarias de numerosos medios de comunicación (radios, TV, revistas...) y los diputados evangélicos constituyen la tercera fuerza política del Parlamento brasileño. Los Hermanos Musulmanes en Egipto, la victoria de Hamás en Palestina, la elección de un presidente islamista en Turquía y el apoyo a la política de Putin por parte de la Iglesia ortodoxa rusa son algunos de los numerosos ejemplos de la invasión de la religión en la vida política. Sin embargo pocas voces se levantan para denunciar el "huevo de la serpiente", a pesar de la claridad del discurso religioso contra las libertades individuales y contra las conquistas de los movimientos sociales (socialismo, feminismo, movimiento LGBT...). Asistimos pasivamente a las provocaciones de Ratzinger y a su "teología de la intolerancia" como si se tratara de un hecho anecdótico, sin percibir que su proselitismo tiene como objetivo socavar el edificio de la libertad que las sociedades occidentales han construido con enormes dificultades en las últimas décadas. La Iglesia española se presenta como víctima de insultos y agravios y considera "blasfemia" la libertad de expresión. Es necesario recordar a los obispos que la blasfemia es un crimen canónico y que la libertad de opinión es un valor constitucional. En una sociedad laica lo que debe primar es la Constitución y no el código canónico. La "deriva laicista" denunciada por Benedicto XVI no es más que la necesaria separación de la Iglesia y el Estado. Las creencias religiosas deben circunscribirse al ámbito de la vida privada y el Estado no reconoce más que ciudadanos, los cuales pueden en su intimidad creer en Dios, Alá, Jehová o no creer en nada...
Resultan muy sorprendentes las críticas actuales de los obispos españoles acerca de la supuesta ausencia de libertad religiosa. En efecto, la misma Iglesia católica no parecía otrora muy preocupada por la falta de libertad religiosa cuando se prohibía el culto judío o musulmán o se proscribía al protestantismo en España. Lo que le resulta insoportable a la Iglesia es perder algunos de sus privilegios ancestrales, pero tendrá que entender un día que los Estados modernos basan su destino en la deliberación democrática y no en el sometimiento a la ley divina.
Daniel Borrillo es profesor de Derecho de la Universidad de París y profesor invitado en la Universidad Carlos III de Madrid
Ilustración de Patrick Thomas
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