Dominio público

La Internacional Malmenorista

Jonathan Martínez

Periodista

El líder de VOX, Santiago Abascal (c), y el fundador de VOX, José Antonio Ortega Lara (3i), a su llegada al acto ‘Viva 24’ de VOX, en el Palacio de Vistalegre, a 19 de mayo de 2024, en Madrid (España).- Carlos Luján / Europa Press
El líder de VOX, Santiago Abascal (c), y el fundador de VOX, José Antonio Ortega Lara (3i), a su llegada al acto ‘Viva 24’ de VOX, en el Palacio de Vistalegre, a 19 de mayo de 2024, en Madrid (España).- Carlos Luján / Europa Press

El pasado 1 de mayo, en el contexto de las acampadas por Palestina, un historiador de la Universidad de Yale llamado David Austin Walsh dejaba un comentario de decepción en sus redes sociales. Tenía intención de votar por Biden en noviembre, dice Walsh, entre otras cosas para mantener a Trump fuera de la Casa Blanca. Pero entonces llegaron las redadas policiales y las detenciones de profesores y estudiantes. El voto de Walsh ya no está tan claro. Edward Snowden difundió esta reflexión como un ejemplo de lo que podría ocurrir en las próximas elecciones presidenciales, pero también como una muestra del odio que desprendían las respuestas.

El asunto lleva ya varios meses encima de la mesa. Una encuesta difundida en enero por la Universidad de Suffolk revela que el Partido Demócrata está perdiendo el respaldo del votante joven. Otro sondeo más reciente de Gallup sitúa a Biden con unos índices de aprobación tan escuálidos que la reelección parece a estas alturas poco más que una quimera. Pese a las evidencias demoscópicas, la política exterior de Estados Unidos no ofrece ningún propósito de enmienda. El pasado martes, sin ir más lejos, el presidente reiteraba su cobertura a Netanyahu y repudiaba la orden de detención cursada por el fiscal del tribunal de La Haya.

Pero esto no es un texto sobre Biden ni sobre Palestina sino sobre la trampa dilemática que rige la política estadounidense y que contamina el debate electoral en medio mundo. La eclosión de las nuevas derechas populistas hace apenas una década generó una respuesta inmunitaria en algunas viejas formaciones liberales, que han comenzado a enarbolar una suerte de antifascismo desnatadado y meramente discursivo. Así fue como Biden absorbió el voto del hastío antitrumpista en los comicios de 2020. Ahora, con el fantasma de Trump en la memoria, muchos demócratas desengañados repetirán papeleta a favor de lo que consideran el menor de los males.

El malmenorismo es hoy la alternativa mayoritaria a la extrema derecha. Que se lo pregunten a los votantes de la izquierda francesa, casi forzados a apoyar a Emmanuel Macron en sus segundas vueltas contra Marine Le Pen. Esa es la baza que juegan los malmenoristas, su seguro de vida, la certeza de que el electorado va a ser sometido una y otra vez al mismo falso dilema vestido de chantaje, la urgencia de elegir entre lo malo y lo peor, la responsabilidad de apechugar después si es que lo peor termina instalado en el gobierno. No hay nada más característico de nuestras democracias que la atávica tradición de acudir a las urnas con una pinza ropera en la nariz.


En estas, suena ya el murmullo de los comicios al Parlamento Europeo y un estribillo golpea sin cesar las rotativas: la extrema derecha, vestida con plumajes variopintos, ha puesto todos los huevos en la cesta electoral y hasta ha elegido Madrid para reunirse en ruidoso cónclave y armar la marimorena, echar espumarajos a discreción, dejarse sentir en plena precampaña y condicionar el debate público. La Internacional Ultraderechista suena hoy con la voz neomussoliniana de Giorgia Meloni, el populismo punitivo de Nayib Bukele o la motosierra de Javier Milei, atareada en expropiar las conquistas históricas de la clase trabajadora.

Lo de Milei, ya se sabe, ha terminado en desavío internacional y retirada de embajadora. Sin ánimo de quitar hierro al asunto, cabría preguntarse cuánto hay aquí de quiebra diplomática y cuánto de escenificación ideológica. Las comparaciones con la embajada española en Israel son tan odiosas como inevitables. El otro día, elDiario.es publicaba un titular muy elocuente: "Milei asalta la campaña de las europeas en los términos que necesita el PSOE". Nada mejor que un fanático incendiario como el presidente argentino para que a su lado cualquier otra opción parezca razonable.

Bajo el inconfundible aroma de la precampaña, diversas siglas de muy distintos colores han coincidido en el llamamiento contra los populismos conservadores. "El mayor reto de Europa es frenar a la extrema derecha", dice la candidata del PSOE Sandra Gómez. La consigna se repite con variaciones menores en otras formaciones y candidaturas, desde Sumar y Podemos hasta Ahora Repúblicas o Europa Solidaria. Con esa misma consigna, por ejemplo, cerró Pedro Sánchez la campaña de las primeras elecciones generales de 2019. "Nadie pensaba que Trump iba a ser presidente de Estados Unidos y lo es".

Aquel mismo año, tras desestimar una coalición de Gobierno con Unidas Podemos, Sánchez anticipó las elecciones a sabiendas de que la formación de Iglesias presentaba una tendencia descendente mientras que Vox pujaba al alza. Con el adelanto, el PSOE jugó a concentrar el voto progresista al tiempo que le daba a Abascal la oportunidad de sumar 52 escaños. Desde entonces, su acción de gobierno se ha movido siempre bajo la sombra de la amenaza extremoderechista. Ya no era necesario derogar al completo la reforma laboral o la ley mordaza porque la alternativa iba a resultar siempre más tóxica. Malmenorismo en vena.

En los próximos días tomará la palabra una Internacional Malmenorista que ha convertido a la extrema derecha en el blanco de sus consignas y sus precauciones. No hay nada que objetar a la retórica antifascista. Al contrario. Lo que chirría, no obstante, es la ausencia de medidas concretas contra aquellas condiciones históricas y materiales que propiciaron el retorno y la metamorfosis de los neofascismos. Enfrentar a Trump o a Milei es entender que las nuevas derechas populistas encarnan una modalidad extrema del capitalismo capaz de seducir a amplias capas sociales tocadas por la inseguridad vital y el desencanto.

De nada sirve combatir las consecuencias si no se erradican las causas. No se contrarresta el punitivismo con alardes securitarios y concesiones a los lobbies policiales. No se combate la xenofobia con deportaciones, devoluciones en caliente y un elogio irracional de la frontera. No se ataja el autoritarismo con exhibiciones bélicas y desembolsos militares. No se combate el lawfare o la bulosfera cerrando los ojos cuando las víctimas no son compañeros de filas. Puede que la estrategia sirva para contemporizar, para aguantar, para ir tirando. Pero más vale que vayamos pensando alternativas para el día en que el malmenorismo deje de ser bastante para frenar nada.

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