Un ustacha que no pudiera sacar a un niño del vientre de una madre con una daga no era un buen ustacha. Lo decía Ante Pavelic. Lo decía así. Un tipo siniestro, este caballero que fungió como poglavnik (caudillo) del Estado Independiente de Croacia, títere del Tercer Reich, entre 1941 y 1945. La crueldad inusitada de los ustachas, belcebúes que quemaban a niños vivos en presencia de sus padres, que los ahogaban en el río Sava, que violaban a las niñas en presencia de sus madres, que despedazaban bebés a hachazos o los empalaban, que mutilaban los cuerpos de sus víctimas mientras aún estaban vivas, que las torturaban metiéndoles agujas debajo de las uñas y echándoles sal en las heridas abiertas, llegó a horrorizar al mismísimo Hitler. Métodos «excesivos y poco eficaces» eran aquellos, decía: la civilización era exterminar al personal en limpias duchas de Zyklon B. Herman Neubacher, el principal representante político y diplomático de la Alemania nazi en los Balcanes, llegó a calificar aquellas salvajadas como el «crimen más feroz de la historia, solo comparable al infierno de Dante». Pavelic era su Lucifer, pero, a diferencia de Hitler y otros jerarcas nazis, la derrota en la segunda guerra mundial no significó su ajusticiamiento. Huyó y encontró refugio en una ciudad santuario, capital de un país amigo. Ese país era España, esa ciudad era Madrid.
Pavelic no fue el único jerarca del Eje que encontró segunda y apacible casa en la capital española después del cuarenta y cinco. Otro que la encontró fue Horia Sima, jefe de la Guardia de Hierro rumana. Y Madrid también era encrucijada de las rutas de escape hacia Latinoamérica. Lo estudia Pablo del Hierro en un libro reciente: Madrid, metrópolis (neo)fascista: vidas secretas, rutas de escape, negocios oscuros y violencia política (1939-1982). Cuando uno lo abre, lo primero que se topa es un mapa de la ciudad con puntos marcados, varios de los cuales son los lugares de residencia de algunos de los peores seres humanos que hayan nacido jamás: así Carlos Fuldner, Johannes Bernhardt, Walter Mosig, Pierre Daye, Otto Skorzeny... O Léon Degrelle, el caudillo rexista, a quien Bélgica reclamó durante décadas y hasta su muerte en Málaga en 1994, sin que España accediera jamás a la petición; desaire contumaz que se ha comentado que quizás esté detrás de la protección que ese país brindó a Carles Puigdemont tras su asentamiento en Waterloo.
Madrid no fue la tumba del fascismo que quiso que fuera la porción digna de sus habitantes, sino su salvavidas. Y hace mucho tiempo de eso. Pero no hace tanto. Y no consta que nadie pidiera perdón. De pedirlo alguien, nadie tan apropiado como los actuales gobernantes de la ciudad y de la comunidad, vástagos ideológicos y aun genéticos de quienes organizaron aquella ratline matritense y decían «ya te lo miro» y «vuelva usted mañana» cuando los Aliados exigían devoluciones. Y nadie tan apropiado para exigírselo que el Estado de Israel y la comunidad judía a las que ahora dispensan zalamerías y parabienes; la última de ellas, una Medalla de Honor a los judíos de la ciudad «por su dinamismo afán integrador, su labor social, su importante presencia en la ciudad y su decisiva contribución a hacerla mejor y más acogedora». Pero habitamos tiempos extraños; días de recomposición de las cosas en que las viejas alianzas, certezas y predictibilidades se deshacen y, mientras se consolidan las nuevas, es tiempo propicio a situaciones estridentes, incoherentes.
El pasado y lo que en él ocurrió, por dantesco que fuera, es menos importante que el presente y el futuro y lo que en ellos se quiere hacer para gente como Amichai Chikli, ministro de Asuntos de la Diáspora del Gobierno de Netanyahu, presente en VIVA24, el aquelarre internacional de la ultraderecha recién organizado por Vox en Madrid, con asistentes de partidos que nacieron diciendo cosas como que las cámaras de gas del Tercer Reich eran «un mero detalle» de la historia, y donde milita gente que continúa diciéndolas. Ha motivado comentarios jocosos el hecho de que la concurrencia aplaudiera por igual el discurso estatista de Marine Le Pen y el estatófobo de Javier Milei. Bien podrían aplaudir también el discurso de Chikli y una andanada antisemita de algún otro predicador, tal vez encriptada —pero inconfundible— en una diatriba contra Soros. Son gente incoherente, pero da igual: tienen la coherencia de una acción, de un odio, de un mismo velo de sangre en la mirada. «Este no es un combate sobre Gaza, es un combate sobre el futuro de nuestra civilización», dijo Chikli en Madrid. Crear dos, tres, muchas Gaza: esa es la consigna, y en torno a ella van creando una UTE.
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