Dominio público

La desinformación mata al periodismo y a la democracia

Noelia Adánez

Jefa de Opinión de 'Público'

 

El realizador danés Christoffer Guldbrandsen y el asesor político Roger Stone en un fotograma de A Storm Foretold (2023)
El realizador danés Christoffer Guldbrandsen y el asesor político Roger Stone en un fotograma de A Storm Foretold (2023)

Para algunas de nosotras las vacaciones se terminan. Tener vacaciones es un raro privilegio en un mundo de precariedad, fuertes tensiones políticas, cambio climático y guerras. Toda esta complejidad, sin embargo, va de la mano del esquematismo y la falta de sentido en lo referente a un debate público que de un modo creciente se nos presenta como lejano, extravagante, vergonzante y peligroso.

He visto el documental A Storm Foretold del danés Christoffer Guldbrandsen y su contenido invoca todos los epítetos que acabo de utilizar. En castellano se ha titulado Tempestad en Washington, es decir, de manera casi idéntica al film de Otto Preminger, Tempestad sobre Washington, estrenado en 1962 y rodado a partir del pullitzer de Allan Drury, Advise & Consent. La novela de Drury gira en torno a la moral pública y lo hace desde la perspectiva de la ética personal. Reflexiona sobre qué comportamientos son admisibles en política y cuáles lo son menos y plantea un dilema que, por lo que vamos viendo, se extinguió con el siglo XX: ¿hasta dónde estamos dispuestos a excavar en las vidas privadas de los individuos y cómo de legítimo es hacerlo al servicio de fines políticos? Es un clásico de la ideología americana esta indagación por los límites de lo personal y lo público, como lo son el asunto de la ambición y el poder descarnado o el tema del perdón y su valor para la convivencia y, por ende, para la vida política

El documental que Guldbrandsen empezó a rodar en 2018, siguiendo a uno de los personajes más nefastos y oscuros de lo que con Trump o sin él en la presidencia podemos llamar la "era Trump" de la política estadounidense, Roger Stone, nos coloca en las antípodas de cualquier debate sobre los límites del poder y la relación de la ética con la política. Más bien, la historia que la prolija y compleja documentación de la peripecia de Stone que Guldbrandsen rueda, habla de un mundo en el que la ética ha sido pulverizada por un tipo muy concreto de comunicación política. Uno en el que solo hay lugar para la manipulación y la mentira.

Hace pocas fechas Miquel Ramos escribía en Público sobre esta misma película. Su pieza llevaba el título de una frase que Stone pronuncia al inicio - Salvar a la civilización occidental es un trabajo duro- mientras fuma un puro Cohiba disparatadamente grande. Ramos incide en la paradoja que hay detrás del hecho evidente de que personajes como Stone, o su aliado Alex Jones, invoquen valores civilizatorios cuando sus comportamientos y prácticas políticas no son solo antidemocráticos, sino abiertamente inmorales, carentes de valores de cualquier especie. No hay trazas de ética por ningún sitio y, en la medida en que la ausencia de algún tipo de código reconocible en ese registro hace saltar por los aires el pacto social, la preocupación de muchas de nosotras últimamente es ¿qué podemos hacer, desde los medios de comunicación o desde la producción cultural para reconstruirlo?

Concretamente y por lo que toca al espacio en el escribo, el del periodismo, ¿cómo podemos afrontar lo que esta sucediendo? ¿Cómo se informa sobre la desinformación? ¿Cómo evitar alentarla refutando las noticias falsas sin replicarlas de tal modo que nos convirtamos en la coartada para su difusión? Y, sobre todo ¿cómo no perecer en el intento?

Al poco de comenzar la película y de presentar Guldbrandsen a Roger Stone como un asesor histórico de Trump, muñidor de -entre otras fechorías que incluyen participar en la trama rusa de las elecciones de 2016 y mentir posteriormente sobre ello- la campaña Stop The Steal y del asalto al Capitolio, vemos una primera interacción del americano con un cámara al que pregunta mientras se prepara un cóctel de vozka: ¿Dónde está el eminente y respetado auteur danés? Stone pone un énfasis cínico al utilizar la expresión en francés y continúa: "Recuérdame su apellido? ... Guldbrandsen". Al pronunciar el apellido en voz alta decide que eso "huele a Tercer Reich por todas partes" y comienza a bromear con que el padre del director debía ser un comandante del Reich, es decir, un nazi. "¿Sabe la gente en Dinamarca que el director de esta película proviene de una estirpe de nazis? Por supuesto, yo no revelaré nada si me gusta el montaje final de la película, porque eh, esto es política, ¿verdad?".

Para quien esto escribe el documental podría haber terminado en ese preciso momento -apenas cinco minutos después de haber comenzado- porque el núcleo de la política en la era Trump está ahí, en esa mentira y en esa amenaza. A diferencia de lo que sucedía en la película de Preminger, en la que el dilema tiene que ver con hasta qué punto es legítimo y presentable destapar asuntos privados del pasado de los protagonistas (una militancia comunista en la juventud o un escarceo homosexual) para desacreditarlos políticamente; en el documental de Guldbrandsen se nos confronta con una política en la que el descrédito personal no tiene más fundamento que una mentira bien escogida.

Mentiras disonantes, enloquecidas, carentes de contexto y de fundamento, mentiras absurdas pero teledirigidas. Mentiras destinadas a nutrir relatos, a sustentar discursos de odio y confrontación que no podrían sostenerse si, a su vez, no estuvieran permanentemente alimentándose de esas mentiras. Hay una adicción social a la mentira, un deseo de ver refrendados marcos asumidos que han venido a proporcionar identidad y sentido a quienes (y son muchísimos) no pueden soportar -y muy especialmente tras la crisis de la covid- todo este catastrófico nihilismo propio de la fase más esperpéntica y tal vez crepuscular del neoliberalismo.

Hay un punto en el que Stone pierde interés en el documental de Guldbrandsen. Parece que su pérdida de interés es directamente proporcional al beneficio mayor que calcula que obtendría con otro proyecto documental que se cruza en su camino. Guldbrandsen ha comprometido a esa altura tiempo y recursos abundantes -algunos propios-, pero no ha logrado reunir todo el material que necesitaría para montar un documental que debía cubrir, al menos, las elecciones presidenciales de 2020. El danés, como es lógico, se desespera. Insiste y no recibe respuesta. Stone corta toda comunicación con él sin notificación ni previo aviso, dejándole con el trabajo sin concluir y un sentimiento de lógica frustración e impotencia.

Guldbransen sufre, con 48 años, un accidente cardíaco que casi le cuesta la vida. Cuando Stone retome el proyecto con el danés -la oferta recibida no debió satisfacerle por entero- bromeará con un tercero sobre el estrés que debió causarle al realizador conocerlo. En un mensaje de texto que escribe cuando éste le explica lo ocurrido, Stone le asegura que si es preciso, le ayudará con dinero, todo menos dejarle expuesto a la defectuosa sanidad de un "país comunista" como el suyo. Roger Stone es empático con un individuo al que -y no debemos pasar por alto lo contradictorio que es todo esto- desacredita por su condición de intelectual, de hombre de la cultura (recordemos, auteur) al poco de conocerlo, a quien amenaza (entre risas) con revelar su (inexistente) pasado nazi y cuyo país es continuamente tildado de cochambroso y comunista (Estado del bienestar es comunismo en el universo de las derechas americanas). Me parece imposible que la cercanía con Stone no contribuya a que una persona enferme por exasperación y por miedo. No digo que Stone provocara un infarto al realizador danés, pero tal y como este último cuenta su experiencia (describe la relación con el norteamericano de "compleja"), sin duda todo lo sucedido entre ambos -incluído el abandono del proyecto por parte del norteamericano- dejó en su salud una huella.

Christoffer Guldbrandsen salvó la vida de milagro. Su accidente tuvo lugar en un gimnasio. Las cámaras lo grabaron. Podéis verlo en el documental. Respiración asistida, masajes cardíacos y un desfibrilador lograron traerle, literalmente, de vuelta. Esa escena, como metáfora de nuestro mundo, nos lleva a interrogarnos sobre qué medidas extremas podemos adoptar para salvar el cuerpo social en parada cardiorespiratoria por causa de la desinformación. Y, cuando hablamos de desinformación, no podemos no hacerlo de redes sociales.

Elon Musk no oculta su intención de intervenir la política mundial ni sus posicionamientos de extrema derecha a través de una red que, por mucha verificación y muchos comentarios de la comunidad -no nos engañemos- no obedece a normas ni a reglas que no sean las de la mentira y la arbitrariedad supremas. Por algún sitio habrá que empezar. Alguna medida habrá que tomar para evitar una parada irrevocable del cuerpo social.

Hay cosas que se pueden hacer. Las redes sociales son dispositivos de desinformación y, por esa sencilla razón, ninguna institución ni ningún representante público debería comunicar nada a través de ellas. Pedro Sánchez escribe sus cartas a la ciudadanía en la red de Musk y no en un periódico como, in extremis, debiera, con lo que valida y blanquea un medio que es el ecosistema del odio, la antidemocracia y la ultraderecha. No se puede combatir a la "fachosfera" en su terreno; hay que quitarle el pan y la sal. Es decir, deslegitimarla y, desde luego, vigilar las fuentes de financiación de las webs de ultraderecha y de los medios subvencionados de manera obscena por razones puramente partidistas.

Por la parte que nos toca -hablo ahora de los medios- hay que aislar la desinformación potenciando la contextualización de las noticias, emplazando a la complejidad, la reflexión y la crítica despierta. No vamos (y no conviene) sacar a nadie de su delirio desinformado de manera súbita sino pausada y serena. Hay que seguir haciendo periodismo con seriedad y tribunas de opinión con responsabilidad y sin sensacionalismo. Hay que seguir.

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