Dominio público

Mantener la esperanza

Miquel Ramos

Pixabay
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Terminé el libro de Alejandro Zambra en dos días, aprovechando las escasas dos horas del tren hacia València y la hora de la siesta que nunca he hecho, y que siempre dedico a avanzar trabajo. Las vacaciones han sido esto, leer un poco más, acostarse más tarde viendo series y olvidarte por un momento si hoy es martes o viernes. Literatura infantil se titula el libro en el que el autor chileno conversa con su hijo pequeño y cuenta retazos de su vida. Me lo recomendaron hace tiempo y hasta ahora no me animé a leerlo. Hay que desintoxicarse de tanto ensayo, de tanta ansiedad que provoca no desligarse de la actualidad, aunque sea por un momento, como ansiolítico, como bálsamo que no acaba de curar, pero que te permite un poco de tregua.

Iba a escribir sobre el último bulo de la ultraderecha, sobre el terrible crimen de Mocejón que se ha cobrado la vida de un niño, y que ha desatado un torrente de odio y desinformación deleznable y ya demasiado habitual. Noelia, la directora de opinión de este medio, escribió ayer sobre la desinformación, el periodismo y la indolencia institucional ante esta ofensiva de la mentira de consecuencias impredecibles. Yo llevo ya varios artículos hablando de ello, y parece que cada semana tenemos un nuevo caso que nos devuelve a la casilla de salida. No hay nada que pueda decir hoy sobre la campaña de mentiras y odios respecto al caso de Mocejón que no haya dicho ya anteriormente. Y que no hayan comentado o escrito colegas en otros medios o en Público estos días, algo que, al menos, nos dice que compartimos esa preocupación. Menos mal.

Quizás los sucesos recientes en Reino Unido hayan sacudido la conciencia de más de uno, que ahora sí, vea posible que esos pogromos se den de nuevo en España aprovechando cualquier suceso. Un conocido, que lleva días desmontando bulos en X, me comentó ayer que estaba preocupado por si, llegado el momento, no habría capacidad para dar respuesta a un estallido racista. Quiero pensar que sí, que la realidad no es lo que vemos en X ni en la televisión, que es mucho más humana, más sensata, que las personas somos mejores de como nos intentan vender algunos medios y los profesionales del odio. Pero la pregunta nos asalta constantemente, y nos advierte que no vale solo confiar en una respuesta espontánea que frene a los ultras, sino que necesitamos organización, comunidad y conciencia para librar esta batalla. Y más allá de las redes, claro.

El patrón es el mismo, la campaña ultraderechista es más que predecible, y la indignación ante ello, las advertencias y las denuncias, al menos, siguen intentando combatirlo. Pero nada más. Los bulos siguen dando dinero y promocionando a sus autores, que se saben impunes e insisten cada día con cruzar una línea más. Encima, muchos de ellos son tertulianos o presentadores en televisión. Hay cómplices mediáticos y políticos en todo esto, y no descansan tampoco en verano. Y las instituciones, la Fiscalía, las policías varias, a otra cosa. El Gobierno sí que está de vacaciones, y hay quien recuerda, ante esta irresponsable indolencia institucional, la solemne preocupación del Presidente ante la desinformación cuando le tocó la familia.

Precisamente la familia y las amistades, el amor y la responsabilidad que adquirimos por voluntad propia para reafirmarlo, nos vuelve a conciliar con la humanidad. He pasado días de este mes de agosto acudiendo al hospital a visitar a un amigo. La imagen de la puerta siempre es la misma, con enfermos que salen a fumar con la bata y hasta con algunos de los accesorios a los que están conectados; familiares y amigos que llegan y se van, y otros que se abrazan y lloran. No los conoces, pero ver a alguien llorar siempre remueve, y ojalá nunca deje de hacerlo. Miras de reojo las redes, en algún momento de tan larga espera, y ves que sigue el tema, que el odio va a más, que hay un nuevo bulo, que se te llena el timeline de basura.

La vida y la muerte, pienso, siguen su curso a pesar de la actualidad impuesta, salpicada de malas noticias, de sucesos trágicos, espeluznantes, con todos sus detalles, que llenan las horas de los flácidos programas de verano. Las pequeñas historias y el amor y cariño que ves en un hospital, a pesar del dolor, te reconcilian con la humanidad. Qué más da lo que suceda ahora en las redes, cuando tienes delante esto. Qué más da, pienso al menos por un momento, aunque luego aterrice de nuevo y me vuelva la preocupación, la ansiedad, la rabia ante tanta maldad y el miedo ante lo que pueda venir.

En casa no hemos parado, entiendo que, como todos, aprovechando las treguas de verano (que me niego a llamar vacaciones) para arreglar asuntos domésticos antes de que se reactive todo. Y pienso que, en realidad, son los demás los que volverán de vacaciones, porque nosotros no hemos tenido. Seguimos atrapados en la precariedad y en la inseguridad de nuestros trabajos, que pueden parecer muy románticos y rentables, pero que no lo son en absoluto.

Mi compañera lee lo último de Despentes, y me dejó sobre la mesa La llamada de Leila Guerrero, que habla sobre la dictadura argentina. Lo hojeo, le doy una vuelta mientras termino estas líneas. Quizá lo empiece en cuanto envíe el texto a redacción. La batalla va a seguir librándose, y vamos a seguir siendo partícipes de esta. Y por eso no hay que soltar nunca lo humano, lo cotidiano como referencia. Agarrar bien fuerte lo bueno. Los libros son una parte de lo bueno, aunque cuenten historias tristes.

Busco otra novela para intentar no volver al ensayo, a esa dichosa sensación de querer saber más, ser más productivo, más útil, negando el valor de cualquier historia que te pueda dar la ficción, a menudo mucho más valiosa. Lo valioso es quizás hoy lo que nos aparte del bucle y nos devuelva la ternura, lo cercano, que nos dé unas vacaciones de lo inmundo para volver con más fuerza. Hay que parar un momento, respirar, mirar a tu alrededor, coger impulso y seguir. Porque nunca nos hemos ido, aunque nos tomemos un respiro ante tanta miseria que algunos pretenden que nos anule y nos someta hasta abandonar toda esperanza. Ese es su verdadero objetivo, y esa sería su gran victoria. La esperanza es negarse a desertar en pleno conflicto, pero esta se debe cultivar, se debe transmitir y se debe exhibir. No basta con tenerla uno mismo. Por eso, mantener la esperanza es nuestro seguro de vida. Es, como el afecto, una obligación para no ser cada vez peores.

 

 

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