Dominio público

Qué hacer con las imágenes del genocidio en Gaza

Noelia Adánez

Ruinas de un edificio en en Khan Yunis, Gaza, tras un ataque aéreo israelí.- EFE/EPA/HAITHAM IMAD
Ruinas de un edificio en en Khan Yunis, Gaza, tras un ataque aéreo israelí.- EFE/EPA/HAITHAM IMAD

Se cumplen dos décadas de la publicación de La Política Cultural de las Emociones, un libro pionero de Sara Ahmed, la prolífica escritora y académica independiente británica. Ahmed es quizá más conocida entre las lectoras de nuestro país por Vivir una vida feminista o por su reciente Manual de la feminista aguafiestas. También por La promesa de la felicidad y, en menor medida, por otros libros como Fenomenología queer o Sujetos obstinados. Original, multidisciplinar, compleja y luminosa, la aproximación fenomenológica de Ahmed tiene un trasfondo ético y de pedagogía política. Sobre sus libros planea la inspiración de bell hooks, como sucede con tantas otras pensadoras cuyo desenvolvimiento intelectual transcurre en la frontera entre la teoría poscolonial y los estudios queer y feministas.

Quiero invocar hoy La política cultural de las emociones por el interés que tiene para resolver una pregunta inaplazable con relación al genocidio en curso en Gaza. Son ya casi diez meses de la ofensiva militar ordenada por Netanyahu sobre un territorio cuya población está siendo diezmada. Más de cuarenta mil seres humanos, un tercio de los cuales son menores, han sido hasta la fecha asesinados ante los ojos del mundo. Llegadas a este punto y, antes de dejarnos arrastrar por completo a la desesperación, ¿cómo puede presionar la ciudadanía a los dirigentes y representantes de la comunidad internacional para exigir que cese esta matanza? Al margen de gestos, acciones del tipo de manifestaciones y concentraciones o emplazamientos al boicot, quiero preguntarme ¿sirve de algo la difusión de imágenes explícitas de la tragedia en redes sociales? Y más concretamente, ¿sirve de algo retuitear vídeos de niños y niñas reventados por las bombas? Me lo pregunto porque yo misma lo he hecho hasta que, en un determinado momento, he tenido la sensación de que debía detenerme y analizar, ¿esto por qué y, sobre todo, para qué lo hago?

Las hayamos difundido o no, todas hemos visto imágenes estremecedoras, principalmente de niños y niñas palestinos decapitados, desmembrados, destrozados; de padres y madres aullando de dolor y pena por la muerte de sus criaturas, de hospitales desbordados, cuerpos mutilados, ríos de sangre y nubes de polvo que envuelven los rostros cada vez más demacrados de los gazatíes, para quienes no hay refugio ni descanso. ¿Cumple alguna función la difusión de esta moviola del terror con la que imagino que, desesperadamente, buscamos a través de las redes despertar conciencias o levantar un dedo acusador para señalar la complicidad y la indiferencia de quienes hacen posible que Israel persevere en esta política criminal? Mi sensación es que no y quiero argumentarlo tomando como referencia el libro de Ahmed sobre el que antes diré -para situarlo mínimamente- un par de cosas.

La política cultural de las emociones se considera fundacional de la teoría de los afectos y es un trabajo en el que Ahmed ofrece un análisis del papel de las emociones en los debates sobre el terrorismo internacional, el asilo, la migración, la reconciliación y la reparación. Si ponemos atención a los temas, no parece que hayan pasado dos décadas. Definitivamente, el siglo XXI se afana en consolidar tendencias catastrofistas. En cualquier caso, Ahmed plantea que las emociones no son estados de la mente, manifestaciones psicológicas del individuo enfrentado con acontecimientos o cosas, sino prácticas culturales que se estructuran socialmente a través de circuitos afectivos. Las emociones no están residenciadas en los objetos o en los sujetos que supuestamente las despiertan, sino que nacen y circulan a partir de las interacciones entre los cuerpos. Las emociones, en suma, no son independientes ni desde luego prexisten a las relaciones entre las personas. En su accionar, delimitan espacios y establecen distancias, lo que a su vez origina las nociones de pertenencia y otredad. Se es de aquello a lo que se pertenece, y se observa a los otros como quienes no forman parte de un nosotros, por lo que debemos sentir hacia ellos miedo o desconfianza. Precisamente, en este sentido, las emociones son utilizadas socialmente para generar, legitimar y aceptar el privilegio y, mutatis mutandi, la desigualdad social y la injusticia.

Lo dice Ahmed en su libro, la relación entre justicia y emociones es complicada. También dice que el sentimiento es crucial para la injusticia, pero de un modo que no toma al sentimiento como fundamento para la acción, sino como un efecto de la repetición de algunas acciones y no otras de manera tal que la convivencia se ve amenazada o, incluso, resulta imposible. Cierto sufrimiento es efecto de la injusticia, pero la injusticia no puede medirse -menos todavía quedar reducida- al sufrimiento, porque de hacerlo, no se percibiría como injusto aquello que no despierta el sentimiento de serlo. Dicho de otro modo, no se percibiría como injusticia lo que, a pesar de serlo, no nos afecta. Y, me temo, eso es lo que en una medida importante está sucediendo con Gaza, cuya población musulmana es percibida -más ahora que a amplios sectores de opinión el racismo ya no les avergüenza- con miedo.

El problema, no obstante, no es que la compasión no logre imponerse al miedo, como tal vez a veces creemos, el problema es que supongamos que para oponerse a una injusticia como es el genocidio en Gaza tenemos que hacerlo movidas por una emoción concreta en lugar de hacerlo desde la defensa de, en este caso, el derecho. Apelar al derecho no implica hacerlo sin carga emocional, en absoluto, pero la defensa de la vida debe remitir a un marco reconocible y objetivable de normas que nos hemos dado. Quien se salta esas normas, quien vulnera ese marco, incurre en un daño que puede ocasionar sufrimiento. Pero no es el sufrimiento únicamente lo que nos debe hacer reaccionar, sino el peligro que representa para la inversión en la convivencia humana que hemos hecho el desprecio -insisto- por la ley y por derecho.

Difundir imágenes desgarradoras del sufrimiento en Gaza, dar traslado y contribuir a mantener la moviola del terror en funcionamiento, me temo, no va a contribuir a despertar la compasión por los gazatíes entre quienes de antemano les desprecian. Por el contrario, horrorizará y acabará por provocar un rechazo culposo entre quienes consideramos que sus vidas importan tanto como las nuestras; lo que contribuirá a intensificar el generalizado desaliento que venimos experimentando desde hace tiempo. Exponer el dolor del pueblo palestino sin un contexto gráfico o un relato que le de sustento solo sirve para reducir la catástrofe a su dimensión afectiva y para diluir responsabilidades en el maremágnum de la saturación visual y la consiguiente indiferencia emocional. No podemos despreciar los afectos, pero tampoco podemos fiar una intervención contra la política genocida de Israel a la existencia de la simpatía o la compasión por el pueblo palestino porque no son los sentimientos la última ratio de la justicia, sino el compromiso con la convivencia, que solo garantizan el respeto a la ley y al derecho.

Es evidente que no estoy proponiendo que no se difundan imágenes de la tragedia en Gaza, lo que planteo es que éstas deben situarse en un contexto narrativo concreto; en un contexto informativo que de cuenta del genocidio que denunciamos por un sentido de justicia que, aunque impregnado de emociones y de afectos, se encabalga en la convicción de que ni Israel ni ningún otro Estado pueden pretender que asfixiar a un pueblo y masacrar a su población civil es legítimo y conforme a derecho. La respuesta de la comunidad internacional -caso de respetarse a sí misma- solo puede consistir en colocar a Israel en la posición de lo que ya es de facto al menos desde un punto de vista ético: un Estado paria, con las correspondientes consecuencias políticas y jurídicas.

 

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