Dominio público

Love is love pero, ¿sex is sex?

Enrique Aparicio

Love is love pero, ¿sex is sex?
Forograma de la película "Cruising" de William Friedkin (1985). Protagonizada por Paul Sorvino y Al Pacino.

Mientras escribo estas palabras, algunos hombres se arremolinan en ciertos espacios alejados de la mirada pública para practicar sexo. Encuentros breves –¿no lo son casi todos?– y anónimos, porque no tienen más objetivo que el de satisfacer un placer para el que, llegado el instante de la verdad, poco importan nombre u ocupación. Estos lugares, normalmente arboledas en parques públicos y servicios de estaciones o centros comerciales, forman un entramado histórico donde los hombres que tienen sexo con hombres han generado una manera de relacionarse eróticamente lejos de la norma.

De vez en cuando, esa norma se cuela en estos territorios con mayor o menor violencia. Puede ser en forma de policía, de bandada de cráneos rapados al cero o, como ha ocurrido recientemente, de intrépido discípulo de Kapu?ci?ski dispuesto a asombrar al mundo lo que allí ocurre: que un señor de 75 años de vez en cuando recibe una mamada, a pesar de los evidentes peligros que acechan y que solo pueden ir en aumento tras el señalamiento que supone el reportaje.

Palizas, enfermedades, insalubridad y "condones añejos". ¿Por qué seguimos empeñados los maricones en follar como animales salvajes, si ya nos podemos casar y ser normales? ¿No son estos lugares los que nos siguen dando mala imagen?

En realidad, la tensión entre la asimilación y la diferencia ha sido una constante en el colectivo LGTBI desde que empezó a organizarse, aunque casi siempre se ha mostrado más efectivo lo primero. Las conquistas institucionales han precisado de una demostración de igualdad: solo haciendo ver que nos queremos como vosotros se nos ha permitido acceder a vuestros derechos (aun con las reticencias que estamos cansados de padecer).

Poco a poco se ha extendido la sensación de que lo que reclamábamos era que nos dejaseis tener una vida como la vuestra, con la pequeña licencia de pertenecer al mismo género que nuestra pareja –tan única, estable y potencialmente reproductiva como la vuestra–. Y, así, vamos teniendo comedias románticas hechas para nosotros, wedding planners especializadas y hasta cruceros para conocer a alguien especial si todo falla y seguimos solteros. Se va completando el puzle de la normalidad, ¿no era lo que queríamos? ¿Por qué arriesgarlo todo por un polvo de medio minuto tras un matorral?

Lo disruptivo del cruising –ojalá se mantuviera el autóctono y mucho más sonoro cancaneo– no es que consista en sexo entre hombres. Es que en estos encuentros no se aplican muchas de las reglas sociales que actúan fuera, y que siguen siendo tan férreas como invisibles para la mayoría de la gente. Frente a un sexo romantizado, higiénico y que no se desvía de las prácticas habituales, este fenómeno propone explorar el deseo en un contexto donde no importa nada más que el propio deseo. Una vez el coito homosexual es tolerado siempre que se practique en pareja o busque generar una pareja, el cruising encarna el sexo torcido, desviado, sucio, impúdico. Nos suena de algo.

La polémica intermitente que envuelve esta práctica siempre tira de los mismos argumentos: peligrosidad, infecciones, sordidez. Como si hiciera falta estar follando para que las personas del colectivo recibamos palizas. Como si el sexo tras una cita Tinder no transmitiera enfermedades. Como si seguir todas las indicaciones de la norma no resultara a menudo en polvos lamentables, incómodos, desiguales y hasta violentos.

Nos ahorraría mucho tiempo que quienes alzan su voz contra el cruising fueran sinceros, y dijeran a las claras que el sexo gay les parece asqueroso, o que al menos el sexo gay que no replica en lo máximo al heterosexual les parece asqueroso. Que la frecuencia no puede rebasar la que ellos marcan, que el espacio donde se lleva a cabo lo delimitan ellos, que hay que hacer las preguntas tipo test pertinentes y que, ya que no podemos producir criaturas, al menos produzcamos una pareja, y a ser posible monógama. Que todo lo demás no vale, y menos aún cuando ya nos han dejado intercambiar una ficha en la partida.

Y antes de que suene el inevitable "¿es que nadie piensa en los niños?", unos apuntes. Los primeros penes que vi en mi vida, siendo un crío, fueron los de hombres muy hombres que meaban a la vista de todo el mundo. La primera vez que vi a dos personas follar ocurrió en una playa de Benidorm durante una excursión de fin de curso, y fue a una pareja hombre-mujer que claramente sabía, y se diría que hasta celebraba, que una pandilla de preadolescentes los estuviera contemplando. Casi todas las mujeres que conozco han sido violentadas por hombres heterosexuales que se han manoseado o les han mostrado sus genitales en la vía pública y a plena luz del día, incluso cuando eran menores.

Pero quienes merecen un reportaje de investigación son los maricones que se ponen de acuerdo para disfrutar entre ellos en lugares discretos y con unos códigos de consentimiento claros y compartidos.

Libertad sí, libertinaje no

El intercambio de placeres que propone el cruising está tan alejado de la norma que estos días estamos viendo incluso a muchos gays –la mayoría muy jóvenes; basta con repasar los citados de este tuit– despreciarlo con razonamientos que secundaría sin pestañear un militante de VOX. Consideran estas nuevas generaciones que en un mundo que ya no desprecia el deseo entre hombres –habría que verlo–, el sexo fugaz y sin más consecuencias de zonas de cancaneo, saunas y cuartos oscuros es solo entendible desde un vicio heredado de otros tiempos. Y si bien la hipersexualización de los lugares de encuentro habituales de la comunidad gay es un debate pertinente, su mirada sobre un fenómeno que es también historia de nuestro colectivo causa cierto estupor. (Aunque, personalmente, celebro que mis vehementes opiniones a los veinte años no hayan quedado registradas).

Pero no solo es una cuestión generacional. Llevamos décadas asistiendo a la lenta formación de un prototipo de varón homosexual respetable que desafía con su existencia a todos los que no son como él. Si nos están brindando la oportunidad de convertirnos en gays buenos, ¿por qué nos empeñamos en seguir siendo maricas malas –léase el último ensayo de Christo Casas para una reflexión más amplia–? Para responder estas cuestiones acumuladas, hay que penetrar en la oscuridad.

En una zona de cruising, un cuerpo es un cuerpo. No es un estatus, no es una posición social, no es una medalla que uno se pueda apropiar. Los cuerpos son los que son y son lo que son: una piel donde dibujar el deseo y dejarse sorprender por el resultado. Claro que hay cuerpos más y menos reclamados, y que los celebrados en mayor medida suelen ser jóvenes y normativos; ni si quiera la oscuridad se libra de ciertas jerarquías. Pero he contemplado y participado en intercambios eróticos que jamás hubieran tenido lugar en otras circunstancias, ni en un bar ni en una discoteca ni en el salón de mi casa.

Porque ligar casi nunca es solo ligar, y follar casi nunca es solo follar. Las personas a las que seducimos y dejamos que nos seduzcan frente a la mirada de los demás nos colocan en una escala de deseabilidad. En un mundo que todo lo mide y todo lo vende, nuestro capital erótico es definido por el atractivo –atractivo según el canon, por supuesto– de nuestros partenaires sexuales. Y todo lo que queda fuera de esa deseabilidad normativa es fetiche y rareza.

En los márgenes de ese circuito del deseo, los espacios de cruising –apuntalados por una clandestinidad que hoy es, si se quiere, más bien performativa– siguen funcionando a la hora de liberar en buena medida a los cuerpos participantes del escrutinio social. En un lugar donde lo único que importa es el deseo del aquí y el ahora, se ensancha la manera en la que nos relacionamos con otros cuerpos, incluyendo aquellos que son directamente expulsados de terrenos más normalizados. No todo el mundo puede tener Grindr y no a todo el mundo se le permite el acceso a una discoteca. Algunos cuerpos se internan en los matorrales por gusto, pero para otros no existe otra opción.

No lo creerán quienes desprecian esta práctica, pero puede haber más intimidad, cariño y entendimiento entre dos desconocidos en un pinar que en un polvo tras una tercera cita. Porque tener ganas de follar no significa aceptar lo que sea y como sea: en el cruising hay unos códigos para mostrar el deseo propio y aceptar o no el ajeno que son mucho más concisos y amables que muchas situaciones tras un flirteo estándar que tenemos totalmente asimiladas: basta con apartar la mano que tienta nuestro cuerpo. Ir de cruising no significa tener que hacer nada que no quieras hacer, o al menos en la misma medida que cualquier intercambio sexual. Las situaciones incómodas, los desencuentros y hasta la violencia son una posibilidad, claro que sí, pero también lo son en una cama matrimonial.

No se nos ataca por follar, se nos ataca por no follar como vosotros, por habernos inventado un divertimento con otras reglas lejos de un terreno de juego del que vosotros mismos nos expulsasteis. Por eso un marica que folla mucho es un promiscuo, pero un hetero que folla mucho es un campeón; por eso el sexo gay en lugares públicos se examina desde la sordidez, pero con el sexo hetero en público es te  echas unas risas; por eso muchas personas del colectivo se han convencido que son más respetables cuanto menos uso hagan de esa libertad sexual reclamada a gritos y que ha resultado consistir, sobre todo, en la libertad de escoger ser como vosotros.

Ojalá en el tiempo que he tardado en escribir estas líneas haya habido muchos orgasmos en esos lugares donde el ojo inexperto solo ve paisaje. Porque desde esas sombras y recovecos se tiene una perspectiva privilegiada sobre el mundo donde la que se contemplan algunas claves de las normas que lo rigen, y que una vez descubiertas se pueden moldear y hasta desechar. Pero tampoco es que haga falta; el placer es placer y no necesita más explicación. Quien lo probó, lo sabe.

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